¡Ponga ese Kierkegaard sobre la mesa!
Juan A. Flores Romero
(Una librería cualquiera en un barrio tranquilo de clase media. Jueves por la tarde. A través de los cristales se observa la tímida lluvia del otoño. Los reflejos de los faros de los automóviles impactan sobre un par de títulos que permanecen inmóviles en el escaparate. Se traspasa negocio. No son buenos tiempos para la lectura. Tal vez nunca existió ese paraíso perdido. Un hombre cubierto con un gorro y un chubasquero entra de improviso en el local portando un bastón en la mano).
Atracador (dirigiéndose a un librero que apuraba los últimos minutos de la tarde haciendo sudokus sobre el mostrador): Ponga todos los libros que le voy a decir sobre la mesa. Es un atraco.
Librero (levantando la cabeza con gesto confuso): ¿Cómo ha dicho usted? Repítame el título del libro.
Cliente (hojeando una edición de modelos de Pirelli) : Creo que ha dicho que es un atraco, pero no me haga caso... estaba mirando estas fotos. Igual le compro el libro y todo.
Gato negro del cliente (sujeto en el regazo del cliente y moviendo levemente la cola): Espero que este tío acabe pronto de mirar estas fotos o pegaré un salto y saldré a la calle. Solo que está lloviendo y eso no me hace gracia.
Pájaro enjaulado del librero (saltando dentro de la jaula nerviosamente): Esto se pone interesante. Al menos llega alguien que rompe la rutina de un día anodino y vacío.
Sombra del atracador (desplazándose por la librería): Perdone, "Yo", pero voy a dar una vuelta a ver si veo algo interesante. De momento, Camus, Sartre, De Beuvoir,... algo de Houellebecq y Bukowski. Esto tampoco estaría mal.
Atracador (nervioso): Ponga ese Kierkegaard sobre la mesa... Quiero que meta en la bolsa a todos los existencialistas... Hágalo rápido antes de que llegue la policía.
Librero (con gesto de apatía): Tranquilo, no suelo llamar a la policía en estos casos. De hecho, nunca he activado el protocolo de robo de libros existencialistas. Estaban organizados en cajas para el contenedor de la basura. Esta noche cierro el negocio, ¿sabe? Y en casa no me cabe tanto libro. No hay quien quiera hacerse cargo de tanto papel habiendo internet, y redes sociales.
Cliente (sin dejar de mirar las fotos de Pirelli): Hágale caso. Es más, llévese todo lo que quiera, le ayudará a limpiar este local. A mí me pide diez euros por esto. (Dirigiéndose a la sombra del atracador). No he hecho otra cosa que hacer fotos con el móvil a las modelos que más me gustan. Creo que se va a comer su libro de Pirelli. Además lleva aquí quince años. Seguro que las chicas del póster ahora son vendedoras de salchichas en algún puesto callejero o están haciendo decorados cutres para alguna compañía de teatro.
Sombra del atracador: Lo tomaré como una confidencia. Yo solo busco ejemplares para llevarnos a casa.
Librero: Llévese si quiere a los poetas del XIX y a los ilustrados de XVIII. Hay un libro de José Cadalso (apuntando a la parte alta de uan de las estanterías). Tenga cuidado con el polvo. Ostenta el récord de libro no tocado jamás por la mano del hombre en este local. De hecho ignoro cómo llegó hasta allí.
Pájaro enjaulado (canturreando): Lo llevé yo... ¿no te parece? Mi amo nunca recuerda lo que hace tras tomarse la pastilla de las seis de la tarde.
Atracador: Quiero todo lo que me pueda ofrecer de Kierkegaard... ¿No es el padre del existencialismo?
Librero: Pues sí,... bueno... eso no se sabe. No me he leído todos los libros de mi local. Igual podría haber pasado por un jugador de la selección danesa de fútbol (mientras tanto deposita el último Kierkegaard sobre la mesa).
Cliente (dirigiéndose al gato): Maldito bastardo. ¿Adónde vas? (el gato había saltado desde su regazo y se había desplazado hacia la puerta). Bueno, amigos, me voy (dijo el cliente dirigiéndose al librero y al atracador portando el libro de Pirelli debajo de un abrigo).
Sombra del atracador (dirigiéndose al cliente). Las hojas se caen en otoño... Seguro que has dejado como un árbol pelado esta librería, truhán.
Atracador (acoplándose a su sombra): ya tengo lo que quería. Ahora me voy arrastrándome como briznas de polvo. Los libros se vienen conmigo. Voy a casa y me pondré a leerlos. Luego, tal vez, me haga un café y mire cómo llueve a través de la ventana esperando el tren de las once. Aprovecharé que hace una noche propicia para viajar en compañía de algún libro.
Librero: Descuide. Si quiere le abro la puerta.
(La sombra del atracador desapareció a través de la puerta. Con ella iba el fantasma de Kierkegaard, la prosa amarga de Camus, de Simone de Beauvoir, de Sartre,... algún verso supurante de Hölderlin y las húmedas palabras prohibidas de Houellebecq. El librero pensó cómo podrían haber traspasado la puerta. La rendija de abajo era muy reducida. El pájaro enjaulado se limitó a saltar y a emitir unos tímidos cánticos. Seguía lloviendo mansamente. Las luces de los automóviles proyectaban fogonazos sobre el cristal del escaparate y, en el exterior, un buen número de cajas esperaban pasar a mejor vida en un contenedor de reciclaje. El librero miró el móvil. Eran las siete y media de la tarde. La pastilla ya le estaba haciendo efecto y había que llegar a casa. Cogió las llaves de un cenicero y el móvil que permanecía toda la tarde conectado a la corriente, y se dispuso a salir).