¿Por qué los años 20 no fueron tan felices?

21.01.2020


Juan A. Flores Romero

     Bosque de Compiègne. Un vagón de tren. Una capitulación deshonrosa. Hace cien años de ello. Asistimos a la rendición de Alemania, al fin del Imperio Austrohúngaro, a la fragmentación de una Europa que iba a ganar miles de kilómetros de nuevas fronteras, reorganización de estados ya existentes. Lo peor de todo vino un poco después; el Diktat, el denigrante tratado de Versalles que sumió a Alemania en una fuerte depresión colectiva. Una nación humillada, desangrada por conflictos internos; comunistas, socialistas, espartaquistas, conservadores de todo pelaje. Las ciudades bávaras eran un polvorín y, como ella, otras muchas ciudades y territorios de un país desmembrado, roto y desestructurado que aún amenazaba con desintegrarse cada vez más. En 1923, Hitler, que había ingresado en un pequeño partido tras la guerra, organiza un golpe de estado en Munich. Estamos en el estado de Baviera, el Partido de los Trabajadores Alemanes inicia una marcha desde una cervecería hasta la plaza de los Teatinos. Allí se prevé un discurso de Hitler y otros miembros del partido. El resultado fue una brutal represión por parte de las autoridades públicas. Alemania no había terminado su tragedia. Rathenau, el presidente alemán, muere asesinado. En el mismo periodo muere asesinado también el escritor Hugo Bettauer por publicar "La ciudad sin judíos", una premonición de lo que sucedería en Europa desde 1933 hasta 1945 con esta minoría étnica. Ambos eran de origen judío y se piensa en facciones de la ultraderecha antisemita alemana y austriaca respectivamente. Los judíos habían vendido Alemania o al menos eso decía la prensa nacionalista. El heroico ejército germano volvió a casa sin conocer la derrota. Los judíos eran el enemigo a derribar, el culpable de la penosa situación alemana, una nación que capituló en 1918 pero que no se batió en retirada. La sensación existente en el país es que los políticos habían forzado una derrota, quizá por oscuros intereses.

     En la Obra de Joseph Roth, "Primavera de café" se analiza zona por zona la situación de miseria que vivía la Viena de los años 20 y que concluye con un capítulo dedicado al barrio judío. El autor nos habla de la proletarización de las casas, pues todas eran iguales y de mala calidad. Añade, "no son viviendas, solo chozas que nos protegen de las tempestades del día (...) todas las habitaciones son de papel maché". La ciudad es un ir y venir de viajeros, especuladores, prostitutas, ladrones, carros llanos de carbón, lecheros, cuyo delicioso manjar "costaba 15 cruzados el litro en una época en la que la corona aún tenía valor alimenticio y la leche era una divisa". Las gentes de pocos recursos pasan los veranos en las orillas del Danubio, intentando paliar el calor de la capital austriaca. El autor comenta que "en bañador todos los hombres son iguales, ningún millonario lleva signos visibles de su grandeza en el traje de baño". Viena es una ciudad en la que se confunden las grandes fortunas con una inmensa mayoría de gentes necesitadas de alimentos y de provisiones y medios para calentarse en el invierno.


     Los años 20, pues, se presentan como un escenario convulso, con una hiperinflación que amenazaba la economía no solamente de Alemania o Austria sino de toda Europa. A finales de la década, los alemanes tenían que llevar el dinero en carretillas para comprar productos de primera necesidad. Los precios se dispararon; la nación se hacía añicos. Mientras tanto, en otros países del entorno, las cosas no iban mucho mejor. En Italia había ganado el fascismo. La marcha sobre Roma de 1922 había elevado a un carismático maestro de escuela, Benito Mussolini, a la categoría de Duce, el guía supremo de la nación italiana. Hitler soñaba lo mismo para Alemania. En Francia, la gente se afanaba por convertir la posguerra en un escenario de vidas normalizadas. Nada más lejos de la realidad; imperaban la pobreza, el desempleo; y, mientras tanto, España vivió inmersa en la dictadura de Primo de Rivera que lo único que logró fue modernizar ciertas infraestructuras del país y prolongar la agonía de un reinado, el de Alfonso XIII, que amenazaba con caer estrepitosamente.

     La historia nos ha presentado la década de los 20 como aquella en la que la gente mostraba su despreocupación por los problemas y en la que reinaba la bohemia y el buen vivir. Cabarets, cafés, juegos de azar, locales de espectáculos; parecía que Europa y el mundo estaban deseosos de disfrutar la vida tras cuatro años de tedioso y truculento conflicto armado. Bien es cierto que la economía americana despegó en 1922 tras una crisis sufrida durante los años anteriores y que ese eco llegó a Europa dos años después. Los datos macroeconómicos se fortalecieron, unido a una eclosión en la utilización de las nuevas fuentes de energía. La electricidad y el petróleo fueron los recursos estrella que hicieron del mundo y de su industria un motor de progreso que se tradujo más en beneficios de las grandes empresas y corporaciones que en el incremento del poder adquisitivo de sus habitantes.


     El nuevo estilo de vida americano enseguida fue copiado por unos europeos ávidos de normalidad. Hubo una explosión de locales de ocio así como desarrollo de nuevas formas culturales (jazz, fox-trot, vanguardias,...). Esta sociedad comenzó a sostenerse con el crédito y fue caminando hacia un concepto que iba a ponerse muy de moda: el endeudamiento y el consumo de masas. Había llegado la radio, el cine, la prensa especializada. El ciudadano se convierte en consumidor y se plantea la compra a plazos, haciéndose del crédito un nuevo modo de vida. Todo ello se desarrolla y se arrastra hasta el crack del 29 en que toda la economía mundial se ve resentida por un duro envite. Había caído Wall Street y con ella la estructura financiera mundial. Colapso total. La depresión que sigue a este crack solo se remonta con la pujante economía de guerra que metió a Estados Unidos en la II Guerra Mundial mientras Europa paralizaba sus factorías durante cinco años. ¡Ah, perdón!, olvidaba el bombardeo de Pearl Harbour. Ciertamente, los japoneses tienen ese toque kamikaze que les hace ir abriendo frentes de guerra por el ancho mundo. Ahora sí había dónde invertir el dinero; claro, que aún faltaba el Plan Marshall.


     Los años 20 fueron, en definitiva, una bonita fachada, un pintoresco cuento surgido de las cenizas de una guerra. Esta época solo sirvió para reactivar una economía que buscaba producir y, por ende, vender: el dinero invertido produce más, sobre todo si tu competencia vive en estado de shock, intentando sobrevivir a una dura posguerra. El petróleo y la electricidad habían supuesto una revolución. La publicidad estaba haciendo que las personas cada vez consumieran más y el acceso al crédito les acercó aún más a los bienes de consumo. Todo lo que se producía había que venderlo de una u otra forma. Una crisis podía suponer que los productos iban a quedarse en los almacenes y que esa superproducción podría hacer caer los precios. Es por ello que el préstamo podría ser una vía para mantener el sistema, creando, por otro lado, una sensación de riqueza que en absoluto se correspondía con la real y que se parece mucho a lo que ocurre hoy en muchas economías occidentales (ya hay muchos estados que superan una deuda que excede el 100% del PIB).


     Por todo ello, la época de los 20 es la imagen misma del anhelo de felicidad que perseguía el hombre destrozado por la Gran Guerra, aquel que gritaba al mundo que era posible ser feliz en medio de la desesperación. El Crack del 29 hizo que todo saltara por los aires, que esa frágil estructura económica y financiera basada en el crédito se pulverizara y cuyas consecuencias iban a desembocar en la trágica época de los 30, marcada por la ascensión definitiva de los Totalitarismos, por el intervencionismo del estado en la economía americana, por la Guerra Civil Española, por el movimiento de fronteras en Europa o por un rosario de conflictos de carácter colonial que dieron al traste con una frágil paz surgida de las cenizas de un mundo en descomposición. Los años 20 fueron, en definitiva, un fogonazo de realidad virtual en un mundo que se resignaba a salir de un estado de guerra perpetuo.


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