¿Qué hacemos con la basura?

Juan A. Flores Romero
Durante décadas han sido muchos los millones de toneladas de residuos que hemos ido exportando a otros lugares del mundo, especialmente al sureste asiático. Hoy, potencias como China, que hace medio siglo era apenas una economía emergente, se muestra reacia a recibir los desechos que los occidentales producimos y que con tanta urgencia queremos ver desparecer de nuestras ciudades. Llama la atención que en cada hogar medio, todos los meses salgan decenas de bolsas de basura orgánica y otras aún más voluminosas compuestas por vidrios, plásticos o cartones. Con cada compra en el supermercado o en la tienda de la esquina nos percatamos de la cantidad de envoltorios que cubren los productos que consumimos (verduras, bebidas, carnes, juguetes, tecnología,...). Hace décadas que muchos tomamos conciencia de la necesidad de separar para reciclar. Aún así este proceso conlleva un gasto ingente de energía. Se trata de retornar al círculo de consumo materiales que ya no utilizamos. Insisto en el derroche de energía que ello supone. De modo contrario, las cualidades y posibles utilidades de estos materiales se perderían para siempre y poblarían un universo de desechos en descomposición, entre trozos de vidrio, pilas de litio o un puñado de cartas y viejas facturas que decidimos arrojar a la basura.
La emergencia medioambiental nos ha animado desde hace unos pocos años a apostar por la economía circular. Es una buena opción, aunque quizá no la única. No se trata tanto de retornar a la vida unos materiales procesados desde los desechos, sino de darle más vidas a los objetos que un día nos sirvieron y hoy solo son molestos trastos para nosotros. Por eso, algunos hemos apostado por adquirir libros de segunda mano, coches usados o de kilómetro cero, muebles en buen estado que un vecino optó por no utilizar. Han proliferado, sin duda, las tiendas "on line" de productos usados que, aparte de la ventaja de ser más económicos, nos abren a otra forma de entender las economías de nuestros hogares. Hoy cada vez son menos los que ven en el despilfarro una forma de vida; unos por vocación y otros por necesidad. La energía para procesar los nuevos productos es cara y contaminante, los portes conllevan un gasto ingente de energía. Aún así, cada día son millones los contenedores que navegan por el mundo con productos salidos de fábrica y que contribuyen a sostener este modelo económico basado en una productividad exorbitante.
Pero las autoridades medioambientales han sentado a los responsables políticos a negociar nuevas formas de consumir; movimientos como el liderado por Greta Thunberg han animado a jóvenes y adultos a tomar partida por un medio más sostenible, a limitar el uso de combustibles o a apostar por la reutilización, que es la clave de la economía circular. No es trata tanto de usar y tirar, de popularizar los precios hasta convertir el mundo en una máquina de machacar recursos con la finalidad de sacar provecho a sus productos durante un corto periodo de tiempo. No, ha llegado el momento de pararse y observar el rastro que hemos dejado. Hoy, muchos sectores se replantean incluso la obsolescencia programada (caducidad intencionada de productos tecnológicos o electrodomésticos, tales como frigoríficos, ordenadores, televisores, microondas,...). Es momento de replantearse el modo de producir. Los recursos naturales y las energías no son infinitos. Aunque lo fueran, el impacto en el medio ambiente durante unas décadas más sería brutal. Hemos aceptado que parte de la culpa del calentamiento global la tiene nuestra mala gestión de los recursos. No se recuerdan picos de calor tan altos y persistentes en latitudes en las que en un verano apenas se superaban los 25 grados. Hace unas semanas hemos experimentado temperaturas que han rozado o superado los 40 grados en ciudades como Berlín, París, Budapest o Viena. Nuestra responsabilidad es clara. Es necesario replantearse el modo en que producimos y, sobre todo, el modo en que la gran mayoría consumimos.
Consumo no es igual a felicidad. Consumo sí puede ser igual a insatisfacción. Este modelo productivo nos anima a no sentirnos satisfechos con lo que tenemos, porque siempre habrá algo mejor. Y, por supuesto, hay que adquirirlo. El que se queda al margen de esta manía depredadora ha sido considerado poco menos que "antisistema". Se nos ha transmitido que el consumo es signo de progreso y eso ha sido muy peligroso pues hay personas muy influyentes que se han creído este mensaje. Porque el secreto de esta locura está en la cultura de una sociedad, en el poder de manipulación que puede llegar a experimentar o a tolerar. Son muchos los países desarrollados, con una renta per cápita mucho más alta que la de España, los que han comenzado a optar por otro tipo de consumo mucho más racional. Países Bajos, Suecia, Noruega, Alemania,... tienen una conciencia medioambiental mucho mayor que los países latinos. También han experimentado la calidad de vida que ofrece la economía circular. E, insisto, son países mucho más desarrollados económicamente que los del sur de Europa, que aún siguen resistiéndose a creer en las bondades de otros modelos de consumo alternativos y han sobrevalorado su "supuesta" calidad de vida. No hay peor anestésico que la autocomplacencia.
Uno de los problemas más serios de esta sociedad desarrollada occidental, volviendo al principio, son los desechos que generamos y que, desde hace lustros, muchos países se muestran reacios a admitir en su territorio. Hemos creado plantas incineradoras y otras de reciclaje, pero no basta. Desde Rotterdam y otros grandes puertos europeos han estado saliendo miles de barcos con destino a las costas africanas con residuos sólidos de muchos puntos de nuestro continente. Allí los chinos han recuperado aquellos elementos que les interesan pero han dejado aquellos que consideran partes inservibles, convirtiéndolos en una pesada carga y en un precario medio de vida para los que sobreviven rebuscando en la basura. Hablamos fundamentalmente de electrodomésticos o componentes electrónicos. Esto significa que en muchos puntos del planeta se están generando auténticos vertederos de basura difíciles de gestionar.
El otro gran problema son los mares y océanos. Delfines, ballenas, peces de todos los tamaños, han muerto en nuestros mares por haber ingerido, en el caso de los cetáceos, toneladas de plásticos que pululan por los mares. El daño ya está hecho, pero el planeta no puede soportar por mucho más tiempo este diabólico ritmo que atenta contra el equilibrio de fauna y flora de todo el planeta, amén de la biodiversidad de nuestros mares y océanos. Por eso urge un gran pacto internacional por la gestión de residuos y por la apuesta por un modelo alternativo de consumo que suponga el uso racional de recursos y la eliminación de plásticos y otros residuos convencionales de la cadena de producción, distribución y consumo.
En algunos países se apuesta por la inversión en el estudio de nuevos métodos de tratamiento de residuos ya que se considera de vital importancia para el sostenimiento de su entorno. En un artículo publicado por Eytan Halon el mes pasado, se hace referencia al ritmo con el que va creciendo la emisión de estos desechos en el mundo. En 2050 es probable que la marca actual se haya duplicado. No olvidemos que cada vez más millones de personas forman parte de esta sociedad de consumo. La empresa UBQ, con sede en el kibutz Tze'elim, en Israel, ha apostado por un "material termoplástico sostenible" que no tienen nada que ver con el petróleo. De tal manera que el material contaminante se convierte en un recurso natural. Según el autor, "la diferencia con los plásticos negativos para el clima como el PVC y el polipropileno, es que la producción de un kilogramo de material UBQ ahorra 11,7 kilogramos de emisiones equivalentes de dióxido de carbono y un valor total de compensación industrial de 14,5 kilogramos". Por tanto, este material reciclado puede ser parte de la solución para frenar no solo el derretimiento de los casquetes polares o la desertificación, fruto de la excesiva contaminación por dióxido de carbono en todo el planeta, sino un modo más limpio de producir y, por tanto, de respetar el propio entorno inmediato.
Uno de los parques de reciclaje más grandes del mundo se encuentra en Hiriya, cerca de Tel Aviv. Utilizan "subsistemas biológicos" para reducir el peso de los residuos en un 90%. El resultado es la producción de biogás para generar electricidad. Estamos hablando de un país, Israel, cuyo liderazgo en la industria del reciclaje resulta poco cuestionable; es algo que ya vienen realizando con el agua, un bien escaso en un territorio que ocupa apenas la extensión de las provincias de Ciudad Real y Toledo, sin apenas reservas fluviales y con una población de unos siete millones de habitantes. En el caso de los residuos del parque de Hiriya, el combustible que se genera en la zona, generalmente metano, es conducido y aprovechado por una fábrica textil cercana. Es un buen ejemplo de equilibro medioambiental. La basura es la que da vida a la industria de esa zona de la región de Dan.
Es de reseñar que también se acoge en este complejo industrial una planta de reciclaje de neumáticos, material de construcción y el agua extraído de las basuras, que por un proceso de purificación se utiliza posteriormente para el riego. Por otro lado, mucho césped artificial y suelos para parques y otras instalaciones públicas se obtienen a partir de los desechos de ramas y podas sometidos a un tratamiento especial. Como podéis observar, cuando una sociedad se mentaliza de la importancia del reciclaje pone los medios y las inversiones a su alcance para integrar este concepto en su realidad cotidiana, apostando por una economía más limpia y sostenible. Desgraciadamente, los medios solo nos alimentan a base de tópicos y pocas veces se nos habla de estos proyectos de mejora del planeta, precisamente en uno de los países que más invierte en I+D, y que cuenta con un volumen brutal de patentes y start ups.
En el desierto del Néguev, al sur de Israel, en colaboración con Rotem Energy Mineral, según recoge el diario Noticias de Israel, se desarrolla paralelamente una planta de residuos que transformará los desechos en electricidad y combustible y generará unos 2000 empleos.
Otros países líderes en sostenibilidad son Suiza, cuya apuesta en la última década ha sido reducir su huella de carbono. Hablamos de una confederación cuyo compromiso con su atmósfera y sus aguas está fuera de toda duda, no solo porque beneficia al turismo sino porque forma parte de su ADN cultural. En la misma línea están Suecia, Noruega o Luxemburgo, país donde casi el 20% de su espacio está catalogado de protegido. Alemania está en la vanguardia de las energías renovables y del reciclaje, e incluso apuesta por la sostenibilidad energética en sus hogares. Australia, al otro lado del mundo, ha hecho una apuesta muy seria por la reducción de gases de efecto invernadero. España también está en la senda de los países más comprometidos a nivel institucional aunque falta aún una educación seria en el respeto por el medio ambiente (uso de energías alternativas, apuesta por cultivos sostenibles, gestión de residuos, educación cívica por una ciudad limpia, protección de bosques y, sobre todo, uso racional del agua, especialmente en episodios de sequía extrema).
En muchos lugares del mundo ya llevamos años apostando por otra nueva forma de gestionar los recursos del planeta, mientras son muchos aún los que siguen empeñados en ver los recursos energéticos y naturales como un bien inagotable, y la utilización indiscriminada de combustibles fósiles como la única opción posible. Es falso. Lo que se necesita es formación y una apuesta a largo plazo por generar otro modelo de producción y de consumo que se considere sostenible y que pueda aprovechar al máximo los recursos que nos ofrece la naturaleza y que nuestra inteligencia puede gestionar y optimizar de la mejor manera posible. Este es el reto para el siglo XXI. Los lobbys que giran en torno a la producción y comercialización de combustibles fósiles seguirán pagando informes que ponen en entredicho el deterioro del planeta. La inmensa mayoría de investigadores observan que esta herida es una realidad y que, cada vez más, impacta negativamente en nuestra calidad de vida. Es responsabilidad de todos poner remedios y pensar que ningún modelo económico o productivo es el definitivo, que no existe "el fin de la historia", utilizando la célebre expresión de Francis Fukuyama, entendida como culmen del progreso humano. Cada época trae sus nuevos retos y formas distintas de gestionar los recursos que nos hacen seguir siendo una "especie superviviente".