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Juan A. Flores Romero
Aún quedaba más de una jornada para comprobar los primeros estragos del otoño que se presentaba borrascoso. Mr. Bergman había prometido un aumento de salario para los valientes que quisieran posar en la parte más elevada del Rockefeller Center, un rascacielos que vivía momentos de apogeo entre aquellas moles de hormigón que se alzaban orgullosas bajo un cielo al que parecían arañar con sus agujas y que en los días de niebla los últimos pisos eran engullidos por una masa pegajosa y húmeda que recordaba a la morada materna. Nueva York era un escenario perfecto para ser la capital del mundo. 1932. Mes de septiembre. 11 trabajadores. 240 metros de altura. Mr. Bergman quería conseguir su fotografía y por ello encargó a estos esclavos de la máquina especulativa del imperio posar sobre una viga de hierro.
La mañana se presentaba más húmeda de lo habitual. Tres obreros habían sufrido un percance mientras trabajaban en las labores de encofrado de algunas de las plantas. Hacía apenas quince días les había dejado el viejo Martin McCoy, un irlandés llegado a la ciudad para hacer fortuna, pero que no pasó de ser un humilde vendedor callejero. La Gran Ciudad no es lugar para medias tintas; o se escala al punto más alto del edificio o te moverás como una rata durante el resto de tus días. La urbe iba desarrollándose inmersa en un aquelarre de acero y vigas de hierro, planchas de cristal y toneladas de cemento. Nada podía compararse a esa Babel en continua erección, mientras muchos obreros malvivían en humildes casitas de madera a ambos lados del Hudson. Hacía ya varios siglos que aquella tierra de promisión había sido comprada a los indios.
¿No irás a echarte atrás? -dijo el loco de Sean a otro jornalero.
No puedo, mi familia recibirá el dinero en caso de accidente.
Eres un idiota. ¿Acaso piensas que les darán un centavo si tú mueres?
Eso nos dijeron. Y no dudo de la palabra de Paul Goldsmith.
Al menos eres un iluso. No puedes fiarte de la palabra de nadie y menos de un mamón como ese. Esto es cuestión de honor. Nos van a inmortalizar. Tu rostro dará la vuelta al mundo mientras quizás estés pudriéndote en el cementerio y tus hijos muriendo de hambre o deambulando como ratas por las calles de la ciudad.
A mí solo me interesa asegurar el porvenir a los míos.
Pues haber trabajado para un notario. ¿No sabes escribir?
No tuve acceso a la escuela. Mi padre se fue de voluntario a la Gran Guerra y nunca volvió. Supongo que estará descansando en algún punto de Europa. Pero él murió con dignidad. Le prometieron dar de comer a su familia.
¿Y qué ocurrió?
Malvivimos como alimañas en una calle de Queens hasta que comenzaron las obras. Mi madre murió poco después y a mis hermanos se los llevaron unos tíos a Maryland.
¿No te das cuenta? Eres producto de la miseria y el conformismo. Precisamente lo que hace que sigan creciendo estos edificios. Ellos alzan sus cabezas igual que la codicia de sus propietarios. ¿Y gente como tú pretende poner las esperanzas en las vanas palabras de los que odian a los gusanos que los construyen ladrillo a ladrillo?
Ahí está la viga sobre la que nos van a tomar la instantánea.
Pues siéntate y arrastra el trasero. Somos muchos más los que buscamos la fama.
Y yo el pan de los míos.
Imbécil... Aunque seguro que caso todos los que arrastran su trasero sobre la viga piensan lo mismo que tú. Hay algunos que quieren posar para esta foto, en una viga a 240 metros de altura sobre Nueva York, sintiéndonos los amos del mundo. Llegando adonde nunca lo harían esos cerdos que financian estas monstruosidades con sus dólares.
Somos doce héroes.
Doce supervivientes... cada uno a su manera. Pero lo importante es que esta foto dará la vuelta al mundo. Mostrará a las gentes de todos los continentes cómo se construye el poder con la miseria de una humanidad que se resiste a dejar de luchar.
¿Los del sindicato te enseñaron a hablar así?
Se habla así cuando se siente lo que se dice. Me resisto a ser un instrumento del sistema. Y por eso quiero reivindicarme como icono de la lucha obrera en este puñetero país plagado de carroñeros. Somos doce valientes, hasta tú. Hay que ser muy valiente para posar sobre esta viga por dar de comer a unos hijos que un día te abandonarán sin ver siquiera cómo te vas pudriendo.
¡Oh, por Dios! Once sobre la viga. Acaba de precipitarse un compañero al vacío. Seguro que tenía hijos.
Seguro que tenía sueños -concluyó el loco de Sean.