Camus, el profeta de la peste
"Yo me siento más solidario con los vencidos que con los santos"
La peste, A. Camus.
Juan A. Flores Romero
"La ciudad, en sí misma, es fea. Su aspecto es tranquilo y se necesita cierto tiempo para percibir lo que la hace diferente de las otras ciudades comerciales de cualquier latitud". Es la primera descripción de Orán que aparece en esta novela de Albert Camus en la traducción de Rosa Chacel. Una ciudad cualquiera, unos habitantes sorprendidos por una epidemia de peste. Las ratas muertas en la calle son un aviso de todo lo que iba a sobrevenir. Una epidemia de consecuencias nefastas y que deja en evidencia a una humanidad a la deriva, poco preparada para sortear las embestidas de una naturaleza sabia y de fuerza arrebatadora.
En las páginas de la peste se descubre mucho más que una historia, es toda una metáfora sobre el tiempo, la vulnerabilidad, la esencia de lo que somos. En su lectura van apareciendo reflexiones que nos deben hacer detenernos, interrogarnos sobre nuestra condición misma de seres mortales, limitados, algo que siempre nos lo recuerda la naturaleza a través de su propio devenir (inundaciones, terremotos, enfermedades,...).
¿Qué hacer para no perder el tiempo? -reflexiona Camus. Respuesta: "sentirlo en toda su lentitud". Es eso precisamente lo que nos falta a los humanos. Saborear cada minuto como si fuese el último, admirar la belleza de las cosas, detenernos en la importancia de los pequeños instantes, recrearnos en la magia de lo cotidiano sin esperar a los grandes acontecimientos. Esa es la lentitud de la que nos habla Camus, en un mundo acostumbrado a las prisas, a la velocidad y a la inconsciencia. "Pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas", puede leerse en una de las páginas de esta obra inmortal, tal vez como un aviso para que intentemos vivir en total plenitud y para que seamos conscientes de la vulnerabilidad de nuestros planes.
Una de las claves para entender esta novela -una de la tres que escribió Camus junto con La caída y El extranjero- es la revelación de que el hombre es limitado, que no puede controlar la naturaleza, que está sometido a sus leyes y que, de ser rey de la creación, pasa a convertirse un mero actor en medio de la impiedad del cosmos. Apunta Camus que "la plaga no está hecha a la medida del hombre, por tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar". Lo hemos comprobado en la pandemia de la COVID 19. El comportamiento de un virus nuevo se nos escapa, nos desbarata nuestro castillo de naipes, nos sorprende, nos desconcierta, nos hace zambullirnos en el consuelo de que somos nosotros los que podemos dictar plazos, poner fechas,... cuando verdaderamente es la naturaleza la que se impone con toda su fuerza, dejándonos en evidencia como seres pequeños y limitados, desconcertados por la duda y frustrados por el deseo de querer poner puertas al mar. Pensamos en vacunas que se puedan desarrollar en dos meses cuando la naturaleza nos sorprende con su resistencia feroz, con sus legiones de microbios, con sus mutaciones y alteraciones del letal actor que busca sobrevivir en un mundo, igual que nosotros lo hacemos. Es la violenta poesía del cosmos frente a los que conciben al ser humano como invulnerable y todopoderoso.
El habitante de Orán del que nos habla Camus se sitúa ante el desconcierto de muy distintas maneras aunque "había sentimientos generales como la separación o el miedo, pero seguían poniendo el primer lugar las preocupaciones personales. Nadie había aceptado todavía la enfermedad. En su mayor parte eran sensibles sobre todo a lo que trastornaba sus costumbres o dañaba sus intereses".
Esta conducta es la misma que observamos en en medio de una pandemia como la que castiga el mundo en este 2020: el miedo, las preocupaciones personales, la no aceptación de la enfermedad. Es una reacción lógica aunque poco inteligente. La que marca los tiempos es la propia epidemia y no la ciudadanía, interesada, como apunta ya Camus, en que sus costumbres no sean trastocadas o en que sus intereses no sean lastimados. Hoy en día lo vemos en el instinto natural de querer disfrutar en el exterior, rodeados de personas y procurando hacer una vida normalizada en un escenario que poco ayuda para esa normalización. En La peste de Camus es la epidemia quien marca los tiempos, quien nos recuerda lo vulnerables que somos y lo equivocados que estamos al intentar burlar los efectos de la enfermedad tratando de imponer una ficticia sensación de normalidad que indiscutiblemente esconde una mayor dosis de letalidad. Una vez más surge la dicotomía entre intereses humanos y precaución ante lo desconocido. El miedo es un mecanismo de defensa. Es lo que nos hace poder resistir en medio de la adversidad, es lo que nos ayuda a desarrollar estrategias mentales para burlar aquello que nos puede hacer daño. El miedo es un mal necesario que forma parte de la naturaleza y que, una vez racionalizado, es tan necesario como el agua.
Bernard Rieux es el médico que nos conduce por esas calles de Orán atestada de ratas, de cadáveres, de semejantes indeseables por el miedo al contagio. "Uno se cansa de tanta piedad cuando la piedad es inútil", sentencia Camus. La peste se convierte en pocos días en "cosa de todos" si bien surgen los héroes que son aquellos que tratan de hacer lo posible para que la enfermedad se propague lo menos posible. Eso son los que ayudan y no los que ignoran el peligro o lo banalizan con sus palabras y conductas.
Muchos de los cuadros surgidos en estas páginas quizá nos recuerdan demasiado a situaciones más recientes: "Los enfermos morían separados de sus familias y estaban prohibidos los rituales velatorios; los que morían por la tarde pasaban la noche solos y los que morían por la mañana eran enterrados sin perder un momento. Se avisaba a la familia pero, en la mayoría de los casos, ésta no podía desplazarse porque estaba en cuarentena si había tenido con ella al enfermo".
Obviamente, esta descripción aviva muchos de los recuerdos que miles de familias han tenido que soportar durante la crisis sanitaria de 2020.
La importancia del instante, unido a la consciencia de nuestra condición de seres finitos y sometidos a la naturaleza y no a nuestros propios intereses, son varias de las claves que surgen en la novela. "La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes".
La obra termina con una remisión de la epidemia partir de un mes de enero, después de haber ocasionado miedo, dolor y muerte. Pero en palabras del autor "el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles" hasta que de nuevo vuelva a poner en jaque a cualquier ciudad, como aquella tranquila villa norteafricana en la que transcurre esta obra de un inmortal autor francés.