Don Quijote en Nueva York

07.08.2020

Juan A. Flores Romero


New York, New York... La ciudad que nunca duerme y en la que siempre sucede algo. Un microcosmos parecido a aquel que pululó por las páginas de un Quijote del que Cervantes dijo que no inventó él sino que fue fruto de un hallazgo fortuito, pero que, fuese como fuese, se convirtió, a juzgar por Paul Auster y la mayor parte de los novelistas, en la obra literaria por excelencia, en un compendio de géneros ocultos entre sus páginas. Posiblemente, como apunta Auster, El Quijote fuese el alter ego de Cervantes y que su visión del mundo no fuese la del resto de los mortales. Se ha hablado mucho de la cordura de Don Quijote y de la locura de una sociedad apestada por el hedor del interés, la incomprensión y el miedo... del que el hidalgo manchego procuraba escapar mientras Sancho se calaba hasta los huesos de ese sentimiento tan humano que, en alguna ocasión, le manchó los pantalones de sus sacrosantas heces. Señor -respondió Sancho-, que el retirar no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, y de sabios es guardarse hoy para mañana, y no aventurarse todo en un día. Cordura del escudero frente a la pasión del amo. Nueva York no es ciudad para aventurarse en su tupida jungla. Su día a día puede ser letal para miles de almas que se debaten entre la esperanza y los arduos esfuerzos para seguir viviendo.

Me hubiese gustado ver a Don Quijote cabalgar entre las calles de Nueva York. Desde "La trilogía de Nueva York", Auster hereda el poder narrativo de Cervantes en el que la forma de contar la historia cobra un protagonismo inusitado, donde la escena es tan importante como lo que se narra. Así escribiría Auster de su ciudad:

"Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido".

Y por ahí transitan sus personajes, como hombres sin destino en medio de una jungla urbana que siempre te depara más de una aventura. La Mancha también era un espacio inagotable, inabarcable, fuente de inspiración de la genial obra de todos los tiempos. Según Javier Cercas, "desde Cervantes, la novela convirtió las verdades contradictorias en su principal herramienta de conocimiento, como si postulase que la realidad humana es esencialmente contradictoria: don Quijote está loco, pero también está cuerdo". Los paisajes humanos y geográficos son complejos y la obra de Cervantes ha servido de armazón para muchas otras posteriores y, por supuesto, para la literatura laberíntica de Paul Auster, con toda su complejidad de tramas y personajes analizados psicológicamente a través de sus acciones.

El suelo americano se había convertido en la nueva tierra prometida, en ese paraíso al oeste al que se dirigieron los padres puritanos en el Mayflower. Ese puñado de hombres y mujeres iban a tener en sus manos todo el destino de la humanidad, en términos del autor de La trilogía de Nueva York. El arca de Noé había viajado al otro lado del océano para reconciliar al hombre con Dios. El ladrillo se había convertido en ese nuevo material de construcción, igual que el que utilizaban los antiguos mesopotámicos en tiempo de la torre de Babel, cuando el hombre quiso retar a Dios, dando origen a la destrucción de tal aberración y a la creación de una humanidad disgregada en diferentes lenguas.

Nueva York es el escenario de ese laberinto de lenguas, con sus más de un centenar de maneras distintas de comunicarse. Aun así, el hombre vive aislado, ajeno a los problemas de su ciudad sumida en un vaivén de automóviles sirviendo comida rápida, sus corredores del Central Park, sus espectáculos de Broadway o sus pobres poblando los bancos de parques y estaciones ante la ignorancia de unos ciudadanos absorbidos por la vorágine de una ciudad que solo es bella cuando te detienes a contemplarla, como una obra de arte recién terminada por el artista. Don Quijote hubiese sucumbido ante una urbe elefantiásica, ante un espectáculo de luces y sombras, y hubiese tenido que prolongar su visado para resolver todas las injusticias que se le hubieran presentado a su paso. Igual alguien disfrazado de elfo le hubiese armado caballero frente al árbol de navidad del Rockefeller Center o hubiese terminado molido a palos por algún gorila de la Torre Trump con permiso del cinematográfico King Kong.

Como en aquella España del siglo XVII, diría Auster en su obra, "el mundo está fragmentado. No solo hemos perdido nuestro sentido de la finalidad, también hemos perdido el lenguaje con el que poder expresarlo. Estas son cuestiones espirituales, sin duda, pero tienen su correlación en el mundo material". El sentido de la finalidad; ese concepto que no queda muy claro en aquella España del XVII ni en las mañanas de Nueva York, en las que torpes cuerpos se van desplazando por las inmensas avenidas como recién salidos de un naufragio de sangre, apuntaría García Lorca en su famoso Poeta en Nueva York.

"Nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo". Es muy difícil expresar aquello que se siente porque el mundo se ha encargado de enterrar la verdad y el mundo de los sentimientos, para solo reflejar lo evidente para los ojos de la mayoría: la mediocridad, el interés y el engaño. Hay una frase que recoge Auster en su obra y que bien podría ponerse en boca de un Don Quijote contemporáneo.

"He venido a Nueva York porque es el más desolado de los lugares, el más abyecto. La decrepitud está en todas partes, el desorden es universal. Basta con abrir los ojos para verlo. La gente rota, las cosas rotas, los pensamientos rotos. Toda la ciudad es un montón de basura...".

Una descripción, evidentemente, desoladora de una de las ciudades más míticas del mundo y en la que Don Quijote hubiese tenido motivos para tomar partido y Cervantes para publicar una trilogía que le hubiese robado el título a la de Paul Auster.

Este mismo autor habla explícitamente del hidalgo manchego en sus líneas.

"Don Quijote, en mi opinión, no estaba loco, solo fingía estarlo. De hecho, él mismo orquestó todo el asunto. Recuerde que durante todo el libro Don Quijote está preocupado por la cuestión de la posteridad. Una y otra vez se pregunta con cuánta precisión registrará su cronista sus aventuras, sabe de antemano que ese cronista existe. ¿Y quien podría ser sino Sancho Panza, el fiel escudero (...)?".

Me imagino aquel Quinn, personaje de "La trilogía de Nueva York" como un Don Quijote en busca de aventuras y recorriendo el ancho y tortuoso mundo, en este caso las laberínticas calles de Nueva York, cuando uno intenta ir en busca de algo o de alguien. Así describe las andanzas de Quinn cuando relata:

"Bajó por Broadway hasta la calle Setenta y Dos, torció al este hacia Central Park West y siguió hasta llegar a la Cincuenta y Nueve y la estatua de Colón. Allí torció de nuevo hacia el este avanzando por Central Park South hasta Madison Avenue, donde tiró a la derecha y caminó hacia la estación Grand Central. Después de dar vueltas al azar (...) llegó al cruce de Broadway con la Quinta Avenida en la calle Veintitrés, se detuvo para mirar el edificio Flatiron y luego cambió de rumbo (...)".

Una descripción minuciosa del lugar igual que las que realiza Cervantes en la inmortal obra manchega, toda una sucesión de ventas, lugares, caminos y todo un mapa topográfico que ha sido objeto de estudio y de explotación turístico-comercial. Esas mismas descripciones de la ciudad del Hudson las retoma en muchas de sus obras por lo que Auster se considera un apasionado de su ciudad, como Cervantes lo fue de la geografía española. En El Palacio de la Luna, Auster vuelve a recrearse en esos paseos en los que aparecen Central Park o el Metropolitan Museum. Su ritmo no es el frenético que llevaba el Quijote en sus andanzas. En la vida de algunos personajes de Auster "andar entre la gente significa no ir nunca más deprisa que los demás". Lo importante es pasar desapercibido en una jungla de hormigón y cristal totalmente deshumanizada, como lo mostró Lorca en su Poeta en Nueva York o Paul Auster en "El palacio de la luna". Así, el autor neoyorkino se expresa en estos términos:

"El aspecto que tengas no importa (...). Trajes extravagantes, peinados extraños, camisetas con frases obscenas, nadie le presta la menor atención a estas cosas. Cualquier gesto raro es interpretado como un signo de amenaza... rascarte el cuerpo, mirar a alguien directamente a los ojos...".

Una sociedad en la que la locura y la deshumanización está presente, como aquella España que el Quijote recorría con su escudero Sancho en el que intentaba llevar un poco de cordura bajo los ropajes de la locura a un mundo que se desvanecía entre injusticias, picaresca y el tedio de una vida sin aliciente... "Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas, para dar remedio a ellas", sentenció Cervantes en su obra.

La descripción, la topografía, la sensación de pisar suelo es algo que Paul Auster ha heredado de Cervantes. Un aspecto de la novela que nos sitúa en un contexto y nos sirve para que esos personajes deambulen por la historia, a veces sin rumbo, otras veces previendo aquello que puede suceder y, hasta en ocasiones, con la incertidumbre de asistir a una escena real o imaginaria. En el universo de la novela se mezcla todo lo auténtico de la vida; lo vulgarmente aceptado por todos y lo que solo está al alcance de algunas miradas y que se escapa a la mayoría de la gente. Auster, siguiendo la estela del genial escritor universal, nos introduce en el mundo de "los vagabundos, los desarrapados, las mujeres con las bolsas, los marginados y los borrachos (...). Dondequiera que mires, allí están, en los barrios buenos como en los malos".

La pobreza forma parte de esa geografía de la novela que intenta describir un puñado de vidas y que aspira a denunciar las injusticias del mundo. Como nos descubre Auster, "algunos mendigan con apariencia de orgullo (...) otros tienen verdadero talento. Por ejemplo, el viejo negro que bailaba claqué mientras hacía malabarismos con cigarrillos (...). También están los que hacen dibujos con tizas en la acera..."; no pocos han optado por realizar algunas de las excentricidades más inimaginables y entre todos los necesitados aquellos que creen que viven una vida que no es la suya propia; los locos, los dementes, los que día tras día están en la misma esquina creyéndose la reencarnación de Jesucristo o de Abrahán Lincoln.

Ignoro la razón del Quijote del siglo XVII ante tanta promiscuidad de actividades y de gentes de distintas razas y condiciones sociales y mentales. Pero no me resulta tan difícil creer en un Cervantes del siglo XXI intentando recrear ese mismo espíritu quijotesco sirviéndose de algunos de esos excéntricos con fuerza suficiente como para cambiar el mundo, o al menos para dejar testimonio para que otros tomen ejemplo. La locura no es la enfermedad del mundo; es la indiferencia, la ignorancia, las prisas, las fobias y la creencia en que nada cambia y que todo permanece. Cervantes no hubiese sido ningún extraño en una ciudad en la que cada cual puede expresar su identidad tal y como desee. Paul Auster nos expresa en sus líneas que "siempre hablamos de intentar meternos dentro de un escritor para comprende mejor su obra. Pero cuando llegamos al fondo, no hay mucho que encontrar, por lo menos no mucho que sea diferente de lo que encontraríamos en cualquier otro".

En Nueva York, como en aquel lugar incierto de la Península Ibérica, el escritor observa y toma nota de la realidad, de lo que siente, de lo que palpa con sus sentidos,... "Escribir (dice Auster) es una actividad solitaria. Se apodera de tu vida. En cierto sentido, un escritor no tiene vida propia. Incluso cuando está ahí, no está realmente ahí". Qué forma más maravillosa y acertada de escribir lo que es realmente la vocación de contar historias; seguro que fue aquello mismo lo que, tras una larga vida de experiencias bélicas, experimentó Cervantes en algún solitario lugar en el que su mente se perdería por la llanura, divisando la grotesca silueta de la injusticia y la decepción en aquellos molinos que moteaban el paisaje de La Mancha.


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