EL ARMISTICIO DE LA VENGÜENZA

11.11.2018

EL ARMISTICIO DE LA VERGÜENZA

Juan A. Flores Romero

     No había salido el sol en el bosque de Compiègne, en Francia, cuando un puñado de oficiales se dispuso a firmar la capitulación de Alemania en aquel 11 de noviembre de 1918, hace ahora justamente un siglo. La gripe española asolaba los campos y ciudades de media Europa. Los heridos de guerra se hacinaban en hospitales y en improvisadas tiendas de campaña. Incluso el mismísimo cabo Adolf Hitler se recuperaba de un ataque con gas nervioso imaginando aún una victoria contra los enemigos del káiser. Después de más de cuatro años de hostilidades y de la desaparición de los grandes ejes imperiales que habían sobrevivido a la Europa del Antiguo Régimen y de la era del colonialismo, había aparecido un rosario de estados nación fruto de los intereses norteamericanos -la gran potencia hegemónica tras la hemorragia desatada en suelo europeo- y de su consecuente idea de dividir el viejo continente para consolidar su zona de influencia a nivel planetario. El Tío Sam y su potente industria bélica habían derrotado a unos imperios caducos, arcaicos y con más agujeros que un queso de Gruyère.

     El Tratado de Versalles vino a corroborar posteriormente la victoria aliada, encabezada por los Estados Unidos. Divide y vencerás. Es un buen lema para dominar el mundo. Lo único es que Europa se preparaba desde ese momento para una guerra aún más cruenta y larga: la II Guerra Mundial. Se estima que entre ambos conflictos unos 90 millones de personas perdieron la vida. Los Felices Años Veinte no fueron sino una bella ficción para ocultar una época de rearme, de préstamos masivos, inversiones multimillonarias para recomponer Europa, ajustes de cuentas; años de creación de nuevas ideologías que traerían más lluvia sobre el ya suelo fangoso de un decrépito continente.

     Año 1918, bosque de Compiègne. Hace justamente un siglo. Mientras Europa sufría las más duras consecuencias del hambre, la desolación y la mortífera epidemia de gripe española. Ahí comenzó la historia de un agravio para la gran potencia vencida: Alemania. Miles de buques, aviones, locomotoras, vagones de tren, minas de carbón,... Recursos de inestimable valor fueron arrebatados a los germanos por los vencedores. A eso se sumó una dura hipoteca que trajo hambre y división en el seno de aquella sociedad confusa y herida de muerte; sociedad bipolar, espartaquista, anarquista, libertaria, comunista, nacionalista y fascista. Sociedad tocada por la locura que trae la desesperación.

     Mala es la paz que se basa en la humillación del enemigo. Creo que hoy, cuando hace un siglo de aquella histórica firma, no tenemos nada que festejar, en todo caso recordar un gesto en el que pocos creyeron, firmada en la penumbra de un bosque cuando apenas despuntaba el sol ahogado entre las brumas otoñales de Compiègne. Una paz que contribuyó al trágico desarrollo de una historia del siglo XX marcada por el surgimiento de los fascismo y de una era de terror pocas veces conocida hasta entonces, que llevó al vencido a tomar revancha, a ajustar cuentas a la desesperada y a crear el terror en un continente que aún se desangraba en decenas de conflictos intestinos. Tristes guerras aquellas que vienen de la mano de precarias paces. Hoy, recordamos que hace un siglo pudimos transformar el futuro de Europa y no lo hicimos.

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