El día que maté a Kurt Cobain (relato completo)
Juan A. Flores Romero
Capítulo 1. Frente a Seattle.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Con toda la fuerza de un relato que un escritor ha vivido en primera persona. Sí, no escatimaré en detalles. Era una tarde lluviosa de primavera. No lo digo porque queda bien en una hoja impresa sino porque efectivamente llovía. Lo hacía con fuerza y yo contemplaba aquellas líneas de agua deslizarse a través del cristal del coche. Las gotas se juntaban y se fundían en un apasionado beso. Después desaparecían, supongo que arrastradas por otras gotas. Mi médico me ha aconsejado escribir mucho y por eso lo hago. Me dijo que no escatimara en detalles y es por eso que le hablo del coche, del cristal y de aquella tarde en que contemplé mis manos llenas de sangre. Era 5 de abril de 1994 y apenas graduado logré reunir el dinero suficiente para llegar a aquel lugar. Durante mucho tiempo contemplé la silueta de Seattle. Allí, junto al océano, frente a una inmensidad que se disputaba el protagonismo con un fuerte aguacero de primavera. Quizá podría haberle dicho que en realidad me encontraba en una habitación solitaria, tecleando unas líneas para escribir una novela que jamás iba a terminar. No, no estaba solo. Me hallaba ante la inmensidad y ante mí mismo viendo cómo Seattle desaparecía entre ese aluvión de una tarde de abril.
Mis manos temblaban; yo era un joven aterido, recién salido de una adolescencia complicada. Había logrado llegar hasta allí. Siempre había sido mi mayor deseo. Seattle me había parecido un lugar oscuro pero lleno de ingenio. Muchas eran las bandas que habían actuado allí, junto al mar, al otro lado de un mundo que no ofrecía sino cosas banales. Un buen oficio, una vida plagada de comodidades. Un piso comprado a plazos. Una lavadora, un frigorífico y luego vendrían otras notas de un recital de una existencia aburguesada. Una vida en la que no faltarían otras vidas que poco a poco fueran devorando la tuya propia. Una hipoteca, un reloj de pared, un viaje a Alsacia, una colección de discos de los ochenta y quizá el deseo de adquirir algún objeto perteneciente a un escritor famoso. Cosas que se podría llevar un incendio o una inundación dejándote nuevamente solo ante el espejo chamuscado e incólume ante unas circunstancias rodeadas de llamas.
Toda mi vida pasó delante de mí como en un desfile de carnaval. Podría imaginar todo lo que podría tener y todo lo que podría perder. Y esto último en tan solo unos minutos. Aquellas imágenes fantasmagóricas no me consolaban. Mis manos seguían temblando. Había logrado coger un trapo de la guantera y me había secado aquellos diez dedos que despedían un olor metálico. Era asombroso cómo se podía terminar con una vida sin tan siquiera recordarlo. Es cierto que aquel cuerpo yacía en el suelo y que unos minutos más tarde ya estaba montado en el coche blanco que había alquilado unas horas antes. Había cometido un asesinato. Varias imágenes de mi vida anterior se me agolpaban en la cabeza mientras escuchaba el inconfundible sonido de aquella banda grunge. Un tiempo atrás había leído en la prensa el impacto que un músico bastante desaliñado había provocado en el gran poeta Burroughs, icono de la generación beat. El cantante de Nirvana había invitado a este poeta, ya anciano, a pasar un día en su casa, frente a la costa del pacífico. Cuando le preguntaron sobre la experiencia, éste acertó a decir: "a este chico le pasa algo". Y era cierto, sus ojeras y su mirada cansada solo rezumaban el hedor de una vida perdido entre el alcohol, la droga y un pasado tatuado de sufrimiento y heridas sin cerrar.
Logré tomar prestado un bolígrafo de una oficina de correos desde donde envié una postal. Bonito lugar al que tal vez jamás regresaría. Aquel bello paisaje mojado por la lluvia iría a dar con el fondo de un buzón o posiblemente caería sobre un lecho de cartas que algún repartidor habría depositado unos minutos antes para reclamar recibos impagados a un buen puñado de vecinos que habían optado por hipotecar sus vidas mientras apenas se percataban de que estaba lloviendo.
En la vida son pocos los que se atreven a decidir sobre su persona, sobre su futuro, sobre la iniciativa de pilotar su propia existencia. Las ataduras van surgiendo con el día a día. El banco siempre nos recuerda lo que debemos hacer. Las finanzas dirigen una realidad que un día soñamos poética pero que va adquiriendo tintes prosaicos conforme con adentramos en la edad adulta. Una cuenta corriente pidiendo a gritos un torniquete, las credenciales de una economía marchita como un depósito a punto de marcar la reserva. Un día de final de mes en el que en nuestro cerebro se activa una señal clara: hay que salir a cazar el mamut; en la cueva disponemos de poca carne y la poca que queda amenaza con pudrirse. En ese momento, solo queda la opción de dejar la zona de confort e invocar protección a los dioses de la tribu.
Llovía. Siempre lo recordaré. Y dentro del buzón visualicé aquella postal, tal vez durmiendo sobre una mullida cama de facturas, de reclamaciones de pagos, de amenazas de desahucio,... Es posible que un loco hubiese dejado alguna carta para una chica a la que nunca conocería, al otro lado del océano. Una hermosa muchacha de rasgos afroamericanos, un tanto voluptuosa pero con una mirada que reflejara una profunda tristeza. Los humanos tendemos a comunicarnos con seres lejanos cuando intentamos huir de aquello que nos rodea; un mensaje en una botella lanzada al mar, una postal enviada a una dirección sacada de una revista de contactos,... Pude ver, al regresar al habitáculo del coche, a un joven cabizbajo que tal vez pasó dos o tres horas garabateando unas cuantas páginas sobre su vida con el fin de meterlas en un buzón y con la esperanza de recibir respuesta de alguna de esas almas del purgatorio que estuviese pasando un mal momento y que respondería con otra retahíla de palabras salidas del lodazal turbio de una tarde mojada por la lluvia.
Con la mente pegada a la postal fui tomando conciencia de una tarde de abril lluviosa como tantas tardes de primavera. El cielo ofrecía un recital de luces, de finas venitas eléctricas que se entrecruzaban y que me recordaban a aquella atractiva vecina cuando mostraba los abultados montículos blanquecinos que buscaban el aire entre el generoso escote de una camiseta oscura, la misma que anunciaba que había llegado la ansiada estación de los amores. Un golpe atronador me fue despertando del letargo en el que me dejó sumido el fuerte olor metálico. El gris firmamento parecía caer sobre mí con una nueva versión del diluvio, en una tarde de primavera frente al mar.
Las manos ya estaban limpias; quizá no del todo. Tenía la mala costumbre de no rematar bien las cosas que iniciaba. Pero para mí ya podrían pasar por unas manos normales, quitando aquel olor que ya se me había instalado en las fosas nasales y que me recordaba al dulce aroma de la vida.
De repente, sentí un deseo enorme de salir del coche. Imaginé por un momento que el cadáver que hacía apenas unos minutos se presentaba ante mí podría estar en la parte de atrás. Es por ello que abrí la puerta lentamente mientras un torrente de agua iba instalándose en las distintas partes que mi cuerpo iba mostrando al exterior. Un nuevo ruido. A lo lejos, un hombre cruzó la calle. Había sido muy precavido pues generalmente a casi nadie se le ocurre salir a pasear una tarde de primavera portando un paraguas. El día nos había regalado un recital de energía solar hasta que en las primeras horas de la tarde el cielo comenzó a encapotarse. Unas sirenas se oían a lo lejos, perdidas entre un nuevo ronco sonido que formaban parte de aquellas flatulencias atmosféricas.
En medio del tremendo aguacero, me dispuse a abrir el maletero. Era un coche alquilado con muchos kilómetros a sus espaldas. Pensé que en el pequeño habitáculo solo habría una pequeña cajita de herramientas y algunas bolsas de plástico que el ocupante anterior habría dejado por descuido, por dejadez o por la absurda pretensión de ir depositando testigos de nuestro paso por el mundo.
Estaba convencido de que una vez abierto el maletero podría contemplar por enésima vez el cadáver de Kurt Cobain. Unos ojos cerrados, las orejas pegadas a la piel de un rostro castigado, el pelo amarillo, casi blanco, cayendo sobre la que fue una mirada ya inexistente. Lo hice con cuidado, como el que espera hallar un tesoro, como el que reza para seguir pensando en una tumba vacía. Cuando la tenue oscuridad se fue diluyendo entre la poca luz de una tarde borrascosa, mis ojos se clavaron en un objeto inconfundible que yacía en el interior de aquel reducido espacio.
- Eh, estúpido... ¿estás dormido? Apártate de ahí. ¿Quieres que coja una pulmonía?
Apenas a unos centímetros había aparcado un coche gris. Yo apenas lo oí llegar. Tal vez lo confundí con el ronco gruñido de ese dragón que se cernía sobre las cabezas del puñado de locos que aún podíamos distinguir a Seattle entre los límites indefinidos de un mar embravecido. El hombre que me había increpado era un tipo bastante grueso con una gorra roja a la que se le habían borrado unas iniciales. Acababa de bajar de su ranchera y se disponía a alcanzar la acera como quien teme ser aniquilado por una lluvia de balas enemigas. El maletero estaba abierto y yo miraba fijamente en su interior deseando, al mismo tiempo, estar en otro sitio.
La actitud del hombre gordo surgido de la nada me pareció bastante desconsiderada. Recordé la de aquellos años de instituto con el típico alumno díscolo que presumía de tener una moto y de cómo se sentía el amo de la calzada. Este debió de ser alguno de aquellos mamarrachos que soñaban con ser parte de un engranaje que les hiciera dueños de una parte del mundo para servirse de él a su antojo. Solo algunos lo conseguían, por eso cada vez queda menos espacio para la sensatez en una sociedad en la que no faltan ejemplares de este eslabón perdido de nuestra especie.
Aquella tripa acolchada me recordó la de las viejas películas en las que un tipo fofo mantenía secuestrada en el sótano de su casa a una inocente criatura mientras pasaba las tardes en el bar entre pintas de cerveza y hablando sobre las malas artes del gobierno de turno para aprovecharse del pobre contribuyente. Es posible que coleccionara armas o sobres de azúcar; en cualquiera de los casos denotarían una severa inclinación por la extravagancia.
Lo mejor es que apenas se fijó en el interior del maletero. Su vida era demasiado anodina y simple como para pensar que un joven desconocido pudiera tener un cadáver a dos palmos de sus narices. Posiblemente su mirada turbia, herida por la lluvia, contenía la única idea a la que puede aspirar un cerebro reptiliano: tomar la próxima pinta y rajar de las inmoralidades de un gobierno antes de regresar a las entrañas de su gruta.
Ante mi vista se iba desvelando parte del secreto. No recordaba cómo había podido robarle la vida a Kurt Cobain. Es posible que se cruzara en mi camino y que hubiese tenido un arrebato inconsciente. A mí no me educaron para quitar una vida, pero las circunstancias te van moldeando. No pasé de leer un puñado de novelas sobre crímenes sin resolver y lo máximo que hice en mi adolescencia fue inhalar el humo misterioso de las novelas de John Le Carré y aquel mundo teñido de recelos y espías que no hacían sino alimentar un mundo tísico que acabaría siendo sustituido por otro aún más enfermo.
El maletero contenía aquello con lo que nunca soñé. Ante mi vista pude distinguir perfectamente aquellos ojos cerrados sobre los que caía una mata de pelo blanquecino. El resto del cuerpo aparecía cubierto por una gruesa manta moteada con manchas de sangre. ¡Oh, qué horror! Jamás imaginé tener un cadáver en mi maletero. Yo solo soñaba con viajar a aquel lugar, descubrir el océano y pasar unos días en Seattle, escuchando los acordes de los grupos que iban actuando uno tras otro mientras me enfrascaba en la sensación de conocerme un poco más, lejos del lugar del que un día decidí huir para estar junto al mar.
El tipo gordo se perdió. Su enorme barriga parecía mecerse en sucesivas oleadas, igual que el mar que estallaba delante de mí en sucesivas olas mientras un cielo encapotado se negaba a mostrarme las estrellas.
Capítulo 2. El chico del buzón
En cierta ocasión, soñé con un hombre subido en un caballo. Era un rey, o al menos eso parecía. Estaba muy cerca de una enorme mansión; un palacio, diría yo. Era la postal típica de una ciudad turística. Alguien me contó que era Londres y que se trataba de los alrededores del parlamento. Aún desconozco por qué soñé con aquella imagen. Tal vez la vi en un documental o formaba parte de mi extensa colección de postales repartidas en decenas de cajas de cartón.
Voy a anotar todos los detalles del día de autos. Apenas terminé de comer decidí tomar la carta que previamente había garabateado y salí atropelladamente del destartalado apartamento en el que vivía. No me percaté de la presencia de un paragüero que había en el rellano de la escalera por lo que le propiné un puntapié y este salió rodando escaleras abajo haciendo un ruido descomunal. Era todo lo contrario de lo que pretendía. Tras redactar las últimas líneas de la carta dirigida a Samantha Reynolds, decidí tomar un bocado de la comida que mi madre había dejado en la nevera. No mostré ni el menor deseo de calentarla en la placa vitrocerámica. La comí tal cual. Y lo hice casi sin darme cuenta, pensando en Samantha. La carta era la respuesta de una breve misiva en la que me conminaba a contarle algo más sobre mi vida. Hacía un par de meses redacté mi primera carta en la que hacía un retrato somero de mi persona pero apenas tocaba temas de vital importancia para una chica adolescente; esto es, posibles relaciones anteriores, afinidades musicales y expectativas de futuro. Reduje el escrito a presentarme como un estudiante que trataba de reunir un buen número de tarjetas postales para montar un día un museo que sería visitado por miles de turistas. ¿Tal vez le sonó un poco friki? No sé, son de esas cosas que se dicen cuando uno no quiere decir demasiado. Realmente no esperaba respuesta como tantas otras veces, pero ahí apareció Samantha, una chica jovial que lucía unos brillantes bracketts, algo que podría decir mucho sobre su interés por su salud dental.
El eco del sonido del paragüero quedó atrapado en las paredes del bloque de viviendas como si se tratara de una machacona psicofonía. Ya había logrado salir a la calle con la carta en la mano.
- Estúpido, presiona el botón del semáforo.
Era una voz que llegaba desde el otro lado del paso de peatones. Se trataba del inquilino de la planta de abajo que apenas llevaba un par de semanas viviendo entre nosotros y ya había acumulado varias quejas por malos olores. Tenía la manía de coger el coche para ir a cualquier sitio. Estaba embutido en el interior del auto, aunque permanecía parado. Posiblemente escuchaba el parte meteorológico. Tenía bajada la ventanilla y su rostro me recordó al de un besugo derramando por sus escamas sus últimas reservas de agua. La tarde se presentaba complicada. Los truenos se habían intensificado y el cielo no paraba de descargar litros de agua que, en ocasiones, hacía desaparecer el asfalto.
Respondí al vecino con una media sonrisa que delataba una mezcla de malestar e indiferencia hacía aquel cuerpo henchido, llegado desde las vísceras del océano, y que permanecía adherido al volante. Es posible que estuviera tomando alguna cerveza pues, cuando iba llegando a su altura, noté cierta brillantez en la comisura de sus labios. Era un tipo gordo, desagradable, de esos que imaginas durmiendo todo el día, cobrando alguna ayuda del estado, por una supuesta discapacidad, a cargo del contribuyente.
Tras alcanzar el lado contrario de la acera, seguí andando tres o cuatro minutos hasta divisar un buzón apenas distinguible por la cortina de agua. La tormenta arreciaba y pude ver el gesto casi demoníaco de un joven abrazado a un volante dentro de un coche parado a escasos metros del buzón. Examiné aquel rostro con el rabillo del ojo y pude visualizar a través de una luna mojada por el agua, la misma imagen de la maldad; un rostro desfigurado por los litros de agua desparramados por el cristal. Jamás olvidaré aquella mirada perdida en el infinito. Intenté escudriñar qué estaría pensando o qué iría a hacer aquel joven. Posiblemente estaba bajo los efectos de alguna sustancia narcotizante. Tuve deseos de acercarme pero aquella idea se esfumó de inmediato. No era mi estilo. Me aterraba la idea de que se pudiese abalanzar sobre mí. Tan solo decidí apurar los últimos metros que me separaban del buzón y echar la carta. Me había despedido de Samantha tal vez para siempre. Quizá fuese una exageración y a los dos meses encontraría otra carta en mi buzón. Eso lo descubriría a su debido momento. La carta cayó dentro de aquel recipiente cilíndrico donde quizá experimentaría la misma soledad que yo al regresar a casa, al purgatorio de aquellas inseguridades que pretendía curar poniendo una Samantha en mi vida.
El diluvio de la tarde de abril de 1995 fue histórico, como algunos ingredientes de los que componían mi historia. Al día siguiente, la prensa se hizo eco de todos los destrozos ocasionados por la tormenta. "Varios músicos abandonan Seattle en pleno aguacero", rezaba un pie de foto. Es muy posible que aquella frase no diese para un titular por su extrema imprecisión, pero sí para un pie de foto de un periódico local que pocos estaban dispuestos a hojear. Podría haber hecho referencia a aquel joven de mirada turbia que permanecía abrazado al volante dentro del coche bajo una lluvia intensa de primavera. Tal vez si hubiese colocado una bomba; sí, hubiese sido noticia. Pero una mirada triste no llena titulares. Tal vez el hombre gordo había fallecido esa misma tarde en su casa. Un infarto fulminante. Una llamada de los vecinos por el mal olor. Pero no, tampoco hubiese dado tiempo a poner la esquela ni menos aún haber comenzado a emanar el olor insoportable de los cadáveres en descomposición. Es más probable que oliesen peor sus calcetines, pero eso tampoco sale en los periódicos.
Capítulo 3. Un tipo sin escrúpulos
- No hay lugar más desagradable que Seattle... con sus músicos ebrios, con su música machacona.
- Desde luego. Siempre que puedo intento evitar ese condenado tugurio.
- Eso sí... hay que reconocer que ponen buena cerveza.
- Ehh, ¡cómo entiendes! Pero contrólate, Samuel... Estas muy gordo y un día te puedes llevar un buen susto.
- Déjate de pamplinas. Me encuentro más sano que una manzana. No hago otra cosa que cuidarme. Buena comida, una hidratación constante, descanso, nada de estrés,... No envidio nada a esos palurdos que van al gimnasio para disfrutar unos minutos en el espejo antes de dormir admirando su fibroso cuerpo.
- En realidad yo tampoco les envidio, pero de ahí a no cuidarse nada...
- ¡Ehh!, ¿de qué vas? Te digo que sí me cuido. La tranquilidad alarga la vida. Mi pobre madre se pasó toda la vida ahorrando pensando que tenía un inútil. Ahora me toca a mí demostrarle que soy un inútil pero que puedo sobrevivir. De eso se trata, ¿no? Mucha gente dedica años de su vida a promocionarse, a vender su imagen, a demostrar sus habilidades a los demás... ¿De qué sirve eso? Solo son un puñado de narcisistas que no saben que van a morir como todos.
- En la vida siempre hay sueños que cumplir, ¿no? O al menos eso dicen. Yo no tuve la suerte de tener una madre millonaria.
- Oye,... mi madre no era millonaria. Solo trabajó toda su vida para que yo no tuviera que hacerlo. Instinto de protección. Ahora descansa feliz, igual que yo. En paz.
- ¿Tienes algo para dejarme esta tarde?
- Hummm... espera. Algo hay por aquí. Toma un billete de cinco.
- Vale, colega. Te lo agradezco.
- Y recuerda que Samuel no es solo un tipo gordo. Es un amigo; seguro que ya no recuerdas ni lo que es eso.
El tipo gordo entregó el billete a Matías Redondo, un hombre al que la suerte había abandonado hacía tiempo. Una brillante carrera de escultor tirada por la borda; una mujer y dos hijos, una hipoteca a punto de expirar y un desconocido en la cama de aquella mujer amante de los perfumes caros. Con la dignidad de los que rechazan vivir bajo el yugo de la mentira, optó por irse de casa. Dos hijos que le esperaban, una mujer que ansiaba parte de su sueldo para seguir pagando sus caprichos. Matías decidió arrojar a la basura su notable trayectoria como escultor. Alguna exposición en París, en Lyon, en Nápoles y en Lucerna. Sí, recordaba aquel viaje a Suiza con su esposa como si hubiese sido la mejor experiencia de su vida. Lucerna, Zurich, Berna, Basilea,... una ocasión para deleitarse con los parajes helvéticos que tanto había admirado en las páginas de aquella vieja enciclopedia de geografía en su juventud y también una inolvidable sacudida a sus ahorros; su mujer protagonizó una inolvidable tarde de compras en aquel paraíso de las divisas.
Pero los pliegues de su cama se levantaron más altos e imponentes que los más majestuosos picos alpinos. Sobre todo cuando Paul retozaba sobre ellos como un león en la sabana, amarrando a una gacela que apenas se resistía al sentir la primera dentellada. Era un tipo diez años más joven que Matías y que su mujer, a la que había conocido en la universidad. Daba clases de piano dos veces en semana a Clara, una esposa que acariciaba el sueño de tocar algún día en una de las fiestas que ofrecían en casa a sus viejos amigos de la adolescencia o a aquellos que conservaban a lo largo de una vida en un barrio residencial de clase media-alta. Algunos la habían palmado por el camino, otros desaparecieron al convertirse en auténticos fracasados muy alejados del ideal de persona que habían forjado como pareja. Exposiciones, viajes, cenas frente al acantilado, un pianista que tocaba todas y cada una de las teclas que deseaba Clara,...
Matías había dedicado los últimos tiempos a cuidar de su perro, ese mismo que había huido por la mañana de aquel sucio refugio en el que malvivía, el mismo que su mujer puso en la calle junto una bolsa de papel con los efectos personales de su marido. Quizá ya no soportaba los gritos de su amo, aquejado de una dura enfermedad que le estaba dejando realmente agotado. Sí, porque Matías se estaba muriendo. Queda mal decirlo pero el tufo de la muerte ya entraba por un hocico acostumbrado a olisquearlo todo.
Matías no quería morir en casa, por eso se fue; también porque no soportaba dormir entre las sábanas apestando a un preludio en mi menor. La aventura de Clara, los niños adolescentes,... ¿Una enfermedad? Eso ya era demasiado, tanta podredumbre podría ensuciar la moqueta y eso tambalea la esencia misma de tu clase social. Era preferible morir en la calle con la dignidad que uno mismo se atribuye, como un artista vencido por la vida al que le espera la vida eterna en el paraíso de los olvidados.
- Oye, ¿viste por aquí a mi perro?
- No, amigo. Habrá salido a darse un paseo. Tal vez quería desconectar de su amo -replicó irónicamente Daniel, el tendero.
- ¿Puedes darme un litro de leche? -Matías sacó el billete de cinco que previamente había introducido en uno de sus bolsillos, ese mismo que le dio un gordo con carnet de bon vivant.
Tomó el brick y salió de la tienda con la mirada perdida. En el cielo se agolpaban grises nubarrones que hacían presagiar una tarde de tormenta. ¡Maldita sea!, pensó. Ananas era un perro lanudo y con una mirada que inspiraba confianza. Sus ojos eran redondos, vivaces y daban buena cuenta de su nobleza. Apenas podía darle de comer como merecía una mascota de estas características, criada en un hogar burgués de un barrio de clase media-alta. Había salido a dar una vuelta; tal vez ya no soportaba a su amo. La vida ofrece buenas oportunidades a los perros que crecen en buenas familias, como aquella que un tiempo antes había abandonado. Ananas era lo único que Matías apreciaba en el mundo. Ni tan siquiera a sus hijos, unos vástagos egoístas que decidieron hacer vida con su madre y compartirla con aquel pianista de mediopelo. Pero él no les iba a ensuciar la moqueta. Podría morir de forma desagradable llegado el momento; una erupción de bilis, un vómito sanguinoliento, unos esfínteres relajados, esa vieja broma con la que nos agasaja la muerte. Eso siempre lo sufre una casa de bien, sobre todo si está situada en un barrio de clase media-alta.
Capítulo 4. El dinero, a veces, es todo lo que posee una persona
Lo que más odiaba Samuel era limpiar la parte de atrás de su ranchera en aquella gasolinera. Había comenzado a chispear y temía llenar de barro la alfombrilla que descansaba bajo sus pies y su enorme barriga. No recordaba una primavera tan lluviosa desde hacía años, al menos en aquel apestoso lugar. Desde ese trozo de universo atestado de mangueras, aspiradoras y máquinas expendedoras de productos hipercalóricos, podía escucharse el eco de Seattle, la antesala del infierno. Un refugio de apasionados de la música grunge, tan de moda en aquellos días por culpa de un icono que se debatía entre la consciencia y un estado de shock continuo. El aire esparcía aquel fétido gas llamado Nevermind. Samuel aún recordaba aquella portada en la que un bebé pretendía atrapar un dólar en el fondo de una piscina. Siempre esbozaba una media sonrisa porque le recordó a uno de sus sobrinos. Sin embargo, odiaba todo lo que representaba aquel estúpido grupo americano. También odiaba Seattle, una sala de fiestas que tomaba el nombre de la ciudad en la que Nirvana y Kurt Cobain, su esquizofrénico vocalista, comenzaron a deambular por el mundo de unos sonidos que nunca debieron ser nada más que ruidos emanados de un garaje. En cambio, había que reconocer que Seatlle, aquella sala de fiestas, estaba enclavada en un espacio inmejorable. El mar se debatía con toda su fuerza bajo sus cimientos, a escasos metros de su sala atestada de estridentes sonidos.
Había conducido su coche hasta una empinada cuesta. Hacía calor, pues la tormenta, que ya estaba en todo su apogeo, ofrecía un ambiente cargado. En el asiento del copiloto había depositado previamente media docena de cervezas que pensaba beberse junto al mar. Es posible que en medio de la tormenta. Por un instante, pensó en su madre y en aquella vida miserable que llevaba. Siempre había pensado que representaba el sueño truncado de millones de personas; tener hijos que les superen en belleza, inteligencia y, sobre todo, en riqueza. Era una forma de demostrar al mundo que los genes heredados merecían la pena seguir existiendo. Pura selección natural.
Samuel había pasado de ser un niño sin expectativas a un adolescente sin sueños. Pensó que Dios no dejaría vivir demasiado tiempo a un ser tan inútil para la sociedad; incluso imaginó a su anciana madre llorar desconsoladamente en su entierro. "Ha muerto parte de mí". Obviamente, Samuel no era parte de nada más. Su mundo oscilaba entre su abnegada progenitora y su nevera atestada de comida de supermercado. "Una pena", oiría mascullar a alguna vecina poco convencida de su comentario. "Te has quedado sola". Era la típica frase que se dice cuando la persona que se marcha es un mero accesorio de la que se queda.
Desde que murió su madre, no había hecho otra cosa que seguir engordando su cuerpo con la misma facilidad que iba mermando el volumen de su cuenta bancaria. "Venderé la casa cuando se termine el dinero". Era un modo de prolongar su propia agonía como un enfermo que pide encarecidamente que le mantengan conectado a la máquina a pesar del dolor.
Ese malestar podía mitigarse de muchas maneras. Había llegado el momento de hacer cumplir el sueño de alguna persona. Clara siempre había sido una mujer muy atractiva. A pesar de haber tenido hijos se cuidaba hasta hacer ver que la maternidad no era un obstáculo para mantener un cuerpo en forma. La conocía bien, pues había estado saliendo con un par de amiguetes suyos en la época de instituto. Desde entonces, tomó algunas cervezas con ella. Es por eso que conoció a Matías, un pobre hombre demasiado pendiente de su arte. Ella se mostraba demasiado ajena a un trabajo que consideraba que necesitaba una concentración y una dedicación fuera de lo normal. Por eso Clara vivía de espaldas a Matías, con un rictus visible de resignación pero sin perder un ápice de su atractivo físico. Es posible que eso fuera lo que captara la atención de un pianista que no pasaba de dar un par de clases a la semana a un puñado de vecinos del barrio. Desde el principio conectaron bastante bien. Matías trabajaba fuera tres días a la semana. Es cierto que el hogar era un reducto sagrado, pero ambos comenzaron a frecuentar algunos cafés de la ciudad; algún día comieron en un restaurante frente al mar y terminaron huyendo una semana probablemente a uno de los complejos de descanso que moteaban la ladera de montaña en la que se asentaba parte de la ciudad y que ofrecía unas vistas al mar fabulosas.
Samuel había imaginado muchas veces aquella escena de la que el vecindario tan solo podía especular. Nadie fue testigo de aquella fuga en pareja; solamente sus hijos, casi rondando la adolescencia, dieron fe de que aquellos dos días estuvieron solos en casa con la única compañía de Ananas, que apenas era un pegote de lana blanca con unos ojos enormes jugueteando sobre el parqué de un apartamento que pronto iba a abandonar.
Cuando Matías se enteró del desliz de su mujer, no pudo soportar aquella traición. Siempre había querido lo mejor para su familia, incluidos aquellos dos hijos adolescentes que arrastraban una infancia marcadas por las ausencias de un padre y la indiferencia de una madre. Tal vez por eso, Matías decidió comprar aquel perro. El día que decidió abandonar la casa era lo único que se llevó consigo.
Capítulo 5. La vida te ofrece lo que le pides
Las leyes municipales eran muy claras al respecto. "En caso de fallecimiento, el animal doméstico pasará a los familiares más cercanos". Esa decisión polémica había salido adelante con el apoyo de un puñado de concejales ecologistas que habían sido votados unos meses antes gracias a la campaña que se había hecho en favor de poner freno al calentamiento global. Ananas estaba registrado a nombre de Clara, la esposa de Matías. El día que abandonó la casa con su dueño dejaba atrás un seguro en caso de fallecimiento que se renovaba de forma automática. A Clara no le pareció buena idea asegurar a un chucho, pero siempre se podría cobrar un buen pellizco en caso de accidente. ¿Y si moría y no tenía noticia de ello? Se prometió a sí misma no volver a ver a Matías. Él siempre dijo que jamás volvería a rondar por aquel barrio de clase media-alta en el que aun se respiraba un insoportable aroma a Chopin.
Capítulo 6. Mi mente aún sabe distinguir la realidad...
Lo recuerdo con toda la intensidad que me permite mi mente perturbada. Han sido meses de reclusión voluntaria los que han avivado mis recuerdos que se entrecruzan en mi memoria. Bajo la lluvia de aquella tarde de primavera pude contemplar desde el interior de mi coche una escena que rozaba el delirio. Los ecos de una música estridente emanaban de Seattle. Había empezado a recordar la primera vez que oí hablar de aquel lugar. Justamente hojeaba un periódico a la salida e una de las soporíferas sesiones de derecho mercantil de la universidad. Y allí descubrí la antesala al paraíso de la música grunge. Un local dedicado íntegramente a uno de los grupos que estaba copando las listas de éxitos: Nirvana. En mi pequeña biblioteca, contaba con varias publicaciones sobre aquel enigmático músico, mezcla de asceta, visionario y pobre hombre, con una mirada turbia que apenas se distinguía entre sus mechones de pelo casi blanquecino que le caían sobre sus ojos. Mi médico había recurrido a la hipnosis, una experiencia que no recomiendo a ningún mortal por cuanto sacó de mí los recuerdos más sepultados en mi mente. Pero, a la vez, rescaté la secuencia impoluta de una tarde lluviosa de primavera frente al océano. No pude olvidar la imagen de aquel tipo gordo arrastrando un cuerpo que unos minutos antes había caído sobre un enorme charco de barro.
Recuerdo la imagen de una mujer junto a la entrada de Seattle. Había estado discutiendo con un tipo refinado que parecía haber bebido y que entró y salió varias veces del local como cegado por una desazón propia de los que no están acostumbrados a perder. La señora rondaba los cuarenta y tantos años, aún conservaba ese atractivo de las que sueñan con una eterna adolescencia mantenida a base de carísimos potingues Portaba un vestido ajustado de lino blanco. Bueno, a decir verdad, pude intuir que podía ser blanco o, al menos, de una tonalidad clara. La lluvia me impedía distinguir con nitidez. En un momento dado, aquel tipo refinado entró en el local y sacó un objeto en la mano. Podría haber sido perfectamente un objeto cortante. Por un instante, sentí que iba a agredir a aquella mujer que se mostraba notablemente nerviosa bajo una gruesa manta de agua. Abrí la puerta del coche y me fui incorporando. No iba a ser fácil llegar pues me había sobrevenido otra vez aquella extraña migraña que me impedía andar con firmeza. Aun así, logré encaminarme hacia la escena. Los gritos se hacían cada vez más audibles. Era la típica escena de celos en la puerta de un local de ocio. Seguramente que el alcohol o alguna otra sustancia haría el resto. Cuando estuve a unos metros de aquella mujer con el rostro surcado por regueros de un negruzco maquillaje, pude notar cómo gesticulaba con nerviosismo. El hombre que la acompañaba ya había dejado de discutir y se disponía a coger un pesado bulto que pendía de un árbol cercano.
- Hago lo que puedo -espetó el hombre que tenía manchado el traje de color claro que portaba.
- No haces lo suficiente, nunca lo hiciste. Seguro que tú tienes algo que ver con esto.
- No sé de qué me hablas.
- La póliza solo hablaba de atropello o caída accidental... ¿Crees que no van a pensar que fuimos nosotros?
- Solo te interesó tener un novio mono y una cuenta llena de dinero, ¿no es así?
- Solo quiero el dinero de mi seguro...
Lo único que recuerdo tras aquella discusión fue una sensación de que alguien me oprimía la garganta. Me faltaba el aire y comencé a percibir un olor dulzarrón, un aroma a tripas de cerdo mezclado con un tufo a cerveza. Tuve que desplomarme en el suelo y permanecer allí un tiempo razonablemente largo. Cuando desperté, la música seguía sonando. Sentí un objeto metálico en mi mano derecha y con la izquierda acariciaba el cuerpo voluminoso e inerte de un peludo animal. Contemplé mis manos manchadas de sangre y cualquier recuerdo previo a la escena se me había borrado por completo. Gracias a la hipnosis intuí lo que pudo haber ocurrido, pero, en aquel instante, solo recordé estar frente a Seattle en una tarde de lluvia atrapando con mi brazo izquierdo el cuerpo inerte de un animal lanudo que me auscultaba con sus ojos sin vida mientras un mechón blanquecino velaba aquella mirada perdida entre un turbión de agua. Mis manos goteaban sangre y solo pude distinguir una pequeña placa plateada en la que rezaba "Kurt Cobain". Creí estar ante alguien mucho más importante para mí; aquel cantante que llevaba varias horas desaparecido, tal vez a muchos kilómetros de aquel océano tan distinto al que viera nacer a aquel cantante de Nirvana. Seattle era la ciudad de mi grupo de música favorito, el mismo que le dio nombre al local que exudaba un aroma grunge junto a un acantilado de un océano cualquiera.
En los periódicos del 8 de abril de 1995 se anunciaba la muerte de Kurt Cobain, el vocalista de Nirvana. Fue hallado muerto y posiblemente llevaba varios días en estado de descomposición. Quizá desde aquel 5 de abril en que se le perdió la pista. Unos apuntaban a su novia, Courtney Love, otros a alguna mafia a la que le encargaron el asesinato. Quizá alguno especuló con teorías conspiranoicas como las de aquellos documentales de platillos volantes que abducían a los mejores ejemplares de la humanidad. Tal vez hicieron lo propio con Chopin o con Mozart. Algunos pensaron que Kurt Cobain era un genio incomprendido en un mundo demasiado vulgar. Otros, entre ellos el poeta Burroughs, con el que Kurt había compartido una jornada unos meses atrás, apuntó que aquel joven emanaba tragedia, que parecía un muerto en vida, que ni siquiera estaba en el mundo de los vivos. Es posible que él mismo acabara con su vida, pero eso no importaba demasiado a Samuel, demasiado acostumbrado a no pensar en nadie, solo en su inseparable cerveza y en su decadente cuenta bancaria.
Al ver la foto de aquel cantante de pelo blanquecino con una mirada oculta tras un mechón de pelo, no pudo hacer otra cosa que sonreír. Había logrado cobrar parte del botín. En realidad estaría a punto de hacerlo. Esa misma mañana recibió una carta. "Gracias por tu inestimable colaboración". Esa misma tarde, Clara le prometía tomar un café juntos. El profesor de piano ya no formaba parte de su vida; tal vez nunca le importó y pronto estaría compartiendo compañía, o posiblemente algo más, con otra madurita en crisis. En realidad, aquel virtuoso era demasiado sensible; se sentía culpable de la muerte del perro pero sabía que Clara necesitaba el dinero y fue una casualidad que algún desalmado lo hiciera pender de aquella rama. Por otra parte, no soportaba que Clara siguiera pensando que él había tenido algo que ver en aquello. Nunca hubiese sido capaz de ahorcar a aquel bendito animal. Era demasiado sensible. No podría aguantar la imagen de sus dedos chorreando sangre y oliendo a perro mojado mientras interpretaba un nocturno de Chopin. El pianista era demasiado susceptible con aquellas cosas. Por eso decidió poner fin a la relación. Clara no cesaba de clavarle su mirada asesina cada vez que recordaba a aquel pobre perro asesinado a sangre fría en una lluviosa tarde de primavera.
Samuel acarició su enorme barriga; comenzó a reír y toda su epidermis abdominal comenzó a mecerse como las olas de aquel pedazo de mar frente a Seattle. "Pobre pianista, ya encontrará otra a la que amenizar". Pronto comenzaba la temporada de conciertos estivales y seguro que no le faltarían candidatas. Cuando terminó de reír, observó su generoso cuerpo que sobresalía por los huecos de una camisa desabrochada. Había bebido demasiada cerveza y aquella masa de grasa le pareció la viva imagen de la autocomplacencia. Tenía que ducharse. Aquella misma tarde iba a recibir en su casa a Clara con su parte del botín. Un 20%, lo acordado. Era un seguro generoso que cubría los accidentes de tráfico y las caídas accidentales desde balcones y ventanas. Ese perro valía su peso en oro y Clara era buena actriz; había conseguido hacer sentirse culpable a aquel pianista que ya estaba comenzando a olvidar.
Por un momento, miró su cartera que contenía una cantidad generosa de billetes y que gustaba portar con orgullo. Podría regalar otro de cinco a Matías; después de todo era el esposo de Clara y el amo indiscutible del perro que les había agasajado con un suculento seguro de vida. Pero tal vez estaría muerto. Cuando recogía la soga con la que fue ahorcado Ananas, oyó un comentario a un viandante. Alguien había caído muerto sobre el asfalto. Se trataba de un mendigo, esas personas cuya ausencia nadie extraña. Es posible que dejara este mundo mientras Ananas agonizaba realizando su última danza bajo la rama de un árbol, muy cerca de Seattle.
Posiblemente Kurt Cobain no era un nombre apropiado para el perro de un mendigo. Demasiado atrevido. Por eso, Matías decidió convertirle en Ananas, el mismo nombre que mostraba el rótulo de la caja con la que cada noche cubría su cuerpo en aquel refugio improvisado pegado a una fachada cualquiera, de un barrio cualquiera a escasos metros de un océano cualquiera. Esa fue su última morada. La vida siempre nos ofrece nuevos lugares donde vivir porque nuestro hogar es la tierra y nuestro techo el firmamento. Desde aquella noche, nadie frecuentaría el refugio que había acogido a dos viejos amigos que quisieron darle una nueva oportunidad a la vida. Los dos habían emprendido juntos un nuevo viaje; esta vez más allá de las exclusivas calles de un barrio de clase media-alta.
Capítulo 7. Instantes de confusión en el océano de la vida.
La vida está compuesta de recuerdos; todo es memoria. La ejercitamos de modo inconsciente, desde que nos levantamos; creando rutinas, reproduciendo patrones; agarrándonos a viejos rituales que nos hacen aferrarnos más a la existencia. Siempre me dio miedo perder la memoria, porque el hombre desea seguir recordando aun después de probar el amargo licor de la muerte. Por eso recurrí a la hipnosis, como una tabla de salvación sobre el oscuro mar del olvido, ese que me acecha desde que me detectaron aquella anomalía en mi cerebro. Por eso decidí conocer el lugar al que me gustaría viajar antes de atravesar la brumosa puerta de la muerte o de una demencia insalvable, que es otro tipo de muerte, o una existencia atrapado en una dimensión fuera de las que estamos acostumbrados a deambular. Aquel médico me ofreció unos instantes de lucidez que ahora no acierto a recordar. Un sueño que se esfuma en una tarde de lluvia frente al océano. Pero no recuerdo mucho más; estoy sentado apoyado en mi escritorio pero no podría saber si estoy esperando una sentencia condenatoria o el próximo tratamiento de un neurólogo que ya no sabe qué hacer conmigo. ¿Es posible que los moribundos puedan sentirse así? Ayer vino alguien a visitarme, pero no adiviné quién pudo haber sido. Otra vez comencé a percibir ese olor dulzón de la sangre. Estaba teniendo una hemorragia. Por un instante, mi mente quedó clavada en un olor a maquillaje borrado por una lluvia que desparramaba un aroma a salitre y a piel de animal regado por el agua. El olfato es el último bastión de una memoria que se resiste a disolverse entre los vapores húmedos de un instante cualquiera.