El genio de La Habana

22.08.2019

   Juan A. Flores Romero

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En medio de aquella quietud, Andrés Prieto no hizo otra cosa que mirar a su alrededor y asegurarse de que no quedaba nadie en la sala. Fernando Pallín había interpretado sus últimas notas al piano. El mes de diciembre en La Habana se presentaba con una humedad que rondaba el noventa por ciento, el sudor resbalaba por la frente de un cuerpo frágil que unos minutos antes había estado deleitando a la élite del gobierno de Fulgencio Batista y a su cohorte de empresarios norteamericanos en una sala que siempre había estado atestada con hombres de la confianza del presidente Eisenhower. Ahora muchos habían preferido viajar a Florida a través de los Cayos; a lo largo de la isla de Cuba, iban formándose nubes negras que amenazaban tormenta. Fruto de aquel vendaval tropical, los dólares prefirieron buscar un lugar más seguro y volaron rumbo a Miami. Esos pequeños trozos de papel verde comenzaron a fluir arrastrados por una fuerte corriente, revoloteando sobre los elegantes tejados de La Habana y perdiéndose por el inmenso mar. Detrás de ellos, una bandada de ejecutivos tocados con negros sombreros surcaba los cielos tras su ansiado botín, batiendo sus poderosas alas mientras recibían un frugal tentempié servido por una azafata y echaban una cabezadita antes de tomar tierra más allá de los Cayos.

   En la alta sociedad de la capital cubana reinaba el miedo. Un puñado de barbudos conquistaba el poder en toda la isla, brindando con ron batalla tras batalla, como las huestes de un Cid ansiosas de cobrar las parias y reconciliarse con un rey al que pocos ponían cara. La caída de La Habana era cuestión de semanas; Fidel debía ganar su última batalla aunque fuera después de muerto. Tal vez en unos días, cientos de revolucionarios estarían recorriendo las calles, buscando a enemigos a los que pasear o quizá fusilar frente al malecón. La ciudad aún mantenía cierta luminosidad aunque aquellos días de noviembre se había vestido con un ropaje distinto. La incertidumbre era la dueña de las calles. Y allí estaba el pianista. Sus gráciles dedos ya no eran sino un ramillete de velitas de cera amarillentas como el semblante del presidente William McKinley que aún colgada en una de las paredes de la sala de fiesta Little Bird. Su frente ya no sudaba y su rostro había adoptado una tonalidad morada que contrastaba con el amarillento semblante que habitualmente presentaba. Cómo amaba a don Manuel de Falla y su amor brujo, que todas las noches se empeñaba en interpretar mientas su mirada se posaba en el infinito, tal vez en una tierra ausente, lejana, pero nunca olvidada. Su poblada barba caía siempre sobre su pecho y, al terminar cada concierto, varias lágrimas resbalaban por sus mejillas hasta ser devoradas por un semblante que recordaba a Moisés guiando a su pueblo.

   Fernando Pallín había llegado a La Habana acompañado de su inseparable secretario. Corría el otoño de 1936. Nunca quiso contar nada acerca de su pasado pero todo el mundo intuyó que venía de España huyendo de la Guerra Civil que había comenzado unos meses atrás. Se instaló en una residencia modesta no muy lejos del malecón al que le gustaba ir todas las tardes. Entre sus más fieles admiradores contaba con el escritor Ernest Hemingway con el que tenía una especial camaradería. Era como si ambos estuviesen forjando un secreto del que nadie debía de enterarse. A los pocos días de fallecer Fernando Pallín, desde Estados Unidos, llegó una carta formada por el mismo autor de "la sombra del ciprés es alargada" y "El viejo y el mar". Hemingway había dejado escrito en un diario de La Habana: "se fue uno de los grandes, pero su tierra no podrá llorarlo. Tal vez ya lo hizo. Nunca te encontrarán amigo, solo en la inmensidad de tu arte y tu poesía, más allá, siempre galopando en tu jaca negra".

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   Fernando Pallín había llegado una radiante mañana habanera procedente de Florida en un barco cargado de exiliados españoles que habían optado por salir de España en los primeros días del golpe del general Franco. Ellos mejor que nadie sabían que las cosas pintaban mal y que lo mejor era poner se a buen recaudo. Empresarios afines a la república, doctores, profesores universitarios y algunas personas de extracción humilde que habían podido hacerse un hueco en los barcos que nada más estallar la guerra salían del territorio español rumbo al Nuevo Mundo. Fernando Pallín fue uno de ellos. Un hombre menudo, sonriente, aunque su rostro denotaba un miedo envuelto de melancolía por haber dejado su tierra. En su conversación afluía un tímido acento andaluz, mucho más disimulado que el de su fiel secretario con el que en ocasiones se le veía pasear frente al malecón tomados del brazo. Las gentes decían que Fernando Pallín, aquel pianista menudo y un tanto amanerado , estaba enfermo y que necesitaba ayuda. Otros especulaban con que tenían una relación secreta. Muchas jóvenes se ofrecieron para trabajar en casa echándole una mano con las tareas del hogar pero él rehusó la oferta. Estaba acostumbrado a vivir con Manuel Báñez, su fiel secretario, del que nunca se separó.

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   Las tardes eran para el malecón y la noche para el Little Bird, esa sala de fiestas frecuentada por norteamericanos y que aún rezumaba un tufo colonialista desde que en 1898 los norteamericanos se hicieron con el control de la isla. Un poco de ron, un chorreoncito de lima y música caribeña hubiera resucitado al mismísimo José Martí. La sala era frecuentada por soldados, empresarios texanos y funcionarios del servicio secreto de Batista. Fernando siempre tocaba el piano entre las diez y las doce de la noche; luego veían las actuaciones, variedades, espectáculo de cabaret. Uno se retrotraía a aquella Europa de entreguerras y si no fuera por el ambiente bochornoso, las bailarinas en su mayor parte mulatas y el perenne aroma a puros habaneros, se diría que estábamos frecuentando un espectáculo en el París color sepia que celebraba el tratado de Versalles.

   Nunca nadie vio un caballero más pulcro que Fernando Pallín. Todas las noches aparecía vestido de blanco. Un traje impecable con un sombrero color crema. Su rostro desprendía un halo de tristeza, como si su alma hubiese quedado atrapada en otro lugar, tal vez en otra época. Su Granada siempre le acompañaba igual que lo hiciera aquella actriz que un día visitó el Little Bird y que no se separaba de él tomándolo del brazo y pegando su corta cabellera a una poblada barba como la de aquellos que tomaron Santa Clara al son de cantos revolucionarios. Margarita Xirgú era una de las más grandes actrices que había dado España y que recaló unos días en la isla que ahora estaba a punto de caer en manos de los guerrilleros de Sierra Maestra. Era cuestión de días, quizá de semanas. Se había oído que los rusos estaban al tanto de aquellas operaciones militares y era muy posible que hasta estuvieran detrás del alzamiento armado. Pero una presencia soviética a tan pocos kilómetros de la costa norteamericana iba a suponer un serio peligro para la estabilidad mundial. Ya se hablaba de Guerra Fría y los funcionarios de Fulgencio Batista preparaban sus maletas como prófugos, mientras toda La Habana desprendía un halo de normalidad, como si solo importara la música y las manos prodigiosas de aquel músico que noche tras noche interpretaba impecablemente el amor brujo de Falla. Aquellos dedos derramaban poesía, pues ésta no solo pertenece a los libros sino a la atmósfera tatuada de espíritus musicales, de emociones, de recuerdos, de sensaciones, de silencios rotos,... España quedaba demasiado lejos; el suelo se había tragado miles de cadáveres cuando callaron las armas, y algún otro había sido escupido por las entrañas de la Madre Tierra a un extraño lugar remoto, en mitad de un clima tropical que podía resultar insoportable. Aquella España borró cualquier atisbo de poesía y las calles se llenaron de miedo, y las casas se cerraron a cal y canto, y las ondas de la radio fueron tragadas por las aguas de los pantanos, y los pájaros encontraban a su paso palabras calladas y ojos henchidos por el terror.

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   Y por eso Fernando Pallín tocaba por las noches; y sus ojos se cerraban y volaban a aquel país que un día dejó, y su mente vagaba por la Huerta de San Vicente mientras sus dedos descubrían los secretos del sonido y arrancaban cientos de aplausos. Y el olor a tabaco y a ron naufragaba en un mar plagado de golondrinas, de geranios, de calles empedradas que olían a pan recién hecho. Y las aguas del Atlántico eran devoradas por el tímido soniquete del Darro, horadando las piedras de la orilla a su paso por la iglesia de San Pedro y San Pablo. Y allá arriba la Alhambra mostraba su pecho y habría sus brazos para arrancar el corazón de los viandantes. Y muchos subían por el Paseo delos Tristes para ser devorados por los doce leones de un patio lleno de agua, frescura y poesía. Y, mientras tanto, los dedos de Fernando Pallín tocaban...y tocaron hasta el último día. Y nadie era consciente de que los barbudos se acercaban a su destino, de que un día u otro entrarían en La Habana porque los dedos de Pallín eran la puerta misma al paraíso donde el tiempo se detiene como en una postal. Los pocos empresarios norteameicanos apuraban sus copas de licor antes de salir del Little Bird y perderse por La Habana vieja. A lo lejos se dejaban oír antiguos sones y las sombras se convertían en olvidados esclavos recogiendo caña de azúcar para el patrón. Un Chevrolet pasó junto al local cuando Fernando Pallín tocó sus últimas notas. Era el amor brujo, como todos los días. En esta ocasión iba a ser la última.

   Habían venido a por él desde el más allá, no en un destartalado camión militar sino en un elegante Chevrolet color turquesa. En un momento, La Habana se transformó en una nueva Granada con su huerta de San Vicente. Pero allí, Fernando Pallín solo dejó su espíritu y fue eso lo que encontraron aquellos desalmados. Ni siquiera hallaron su nombre, perdido en las bocas de las gentes hambrientas de pan y silencio. Por eso, cuando lo fusilaron aquella mañana de agosto cerca de Granada solo se desvaneció una sombra. El pelotón no daba crédito. Allí estaban los banderilleros y el maestro cojo. Aseguraban haber estado hablando con él, con el poeta, con el pianista que soñaba con volar hasta atravesar el mar. Pero en el suelo no había nada más que tres sombras negras, desangrándose, mientras el suelo hambriento se relamía por tan suculento bocado. Pero no estaba el poeta. Su poesía se hizo música y voló por el aire, hasta posarse en un barco que le llevó a Florida y de allí a La Habana.

   En su última noche, dedicó su repertorio a sus compañeros de fatigas. A aquellos dos banderilleros y a un maestro cojo que, entre el público, aplaudían con emoción en una noche estrellada muy cerca del malecón donde minutos antes, Fernando Pallín daba el último abrazo a su fiel secretario y le animaba a viajar a Nueva York para recuperar parte de su alma entre las cuatro columnas de cieno y un huracán de negras palomas.

   En medio de aquella quietud, Andrés Prieto tomó el cuerpo de Fernando Pallín y le besó la frente. Estaba fría como aquella noche de agosto de 1936 en las afueras de Granada, cuando el artista fue tomado por una luna que enseñaba, lúbrica y pura, sus senos de duro estaño. Su secretario ya había tomado un barco esa misma tarde hacia Florida por lo que el cuerpo no iba a ser reclamado por nadie. En Little Bird pensaron que quizá aquel músico había entrado en coma o que había sufrido algún sueño pasajero fruto del cansancio. Pero no. La piel del genio se había convertido en mármol y sus ojos abiertos mostraban la belleza de un atardecer en Granada junto al Darro, el aroma de los limoneros y el sonido insistente de los jilgueros como preludio de una obra musical a la que luego se añadirían sonidos estridentes, disparos de fusiles, rugidos de bombarderos, que arañaban con rabia una apacible tarde granadina junto a los recuerdos de una ciudad coronada por el canto ronco de un Sacromonte encendido de candelas y un Albaicín temeroso de hambre, dolor y muerte.

   Fernando Pallín fue enterrado junto al mar. El suelo acogió su cuerpo. Ninguna piedra recordó su nombre, pero todo el mundo supo que allí descansaba el genio de La Habana, entre aromas a naranjo y la presencia de un agua que recordaba al Darro perdido entre la inmensidad de un Edén que dormitaba en la otra orilla. Y allí se quedó el poeta, el músico, el alma libre que cruzó el océano,... Y allí le lloraron los pocos asiduos al Little Bird que aún quedaban en La Habana aquella mañana de enero de 1959, mientras los barbudos iban entrando en la capital cubana entre vítores y canciones tras una larga noche de miedo, dolor y muerte... como aquella madrugada de Granada.


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