El hombre del Etna

10.04.2021

Juan A. Flores Romero

Pensó una vez más que debía dejar el vino. La tarde no fue todo lo buena que debía haber sido. Giusseppe paseó sujeto a la valla del cementerio, una pequeña estructura de madera que separaba una pradera repleta de cruces de hierro y piedra de un maravilloso precipicio desde donde el mar pugnaba por entrar en la tierra. Ya lo había intentado durante siglos y lo más que consiguió fue horadar unas rocas o comerse un trozo de isla allá por el siglo XVIII cuando un terremoto asoló Lisboa y sus secuelas se dejaron ver en muchos puntos del Europa. La isla había aprendido a convivir con su viejo fumador que de vez en cuando roncaba y arrancaba las carreras de los chiquillos que atestaban las callejas de una pequeña aldea pedida en sus faldas. El viejo fumador no era otro que el Etna; el centinela que vio cómo los barcos romanos transitaban por las mansas aguas del Mediterráneo en una despejada mañana de verano, o cómo los aliados alcanzaban sus faldas bajo una lluvia de proyectiles que en nada estremecían al viejo soñador de Sicilia. También había visto llegar a cientos de náufragos a sus costas en medio de una tarde de tormenta. A Giusseppe le encantaba, además del vino, pasear por las calles de la aldea sabiéndose un superviviente, burlando las leyes de un anciano patriarca que amenazaba con borrar del mapa las hileras de geranios, las apacibles plazuelas o las pequeñas rocas que hacían las veces de parlamento improvisado para un puñado de arrugados lugareños, aguantando el peso de media docena de gargantas aguardientosas que discutían sobre las insuficientes inversiones del gobierno en carreteras o sobre las duras sanciones de Europa por el incumplimiento del déficit. A saber qué sería aquello. Pero eso poco importaba a Giusseppe. Su vida cotidiana giraba en torno a su humilde vivienda en las faldas del anciano fumador. No le faltaba ni una buena cama, ni una botella de vino ni las frutas que más gustaba devorar por las mañanas y que recogía directamente de su pequeño huerto. Le encantaba admirar aquella maravilla de la creación; un imponente volcán sobre el que se posaba una masa de nubes que servían de puerta a los cielos, esos mismos que acogían ya a su amigo Carlo, un militar retirado que vivía al otro lado de la montaña. Este leal amigo había perdido a su familia en un brutal atentado cerca de Catania y optó por retirarse a las faldas del Etna. Desde allí ascendería a los cielos, aunque de momento fue conducido al pequeño cementerio que se extendía a escasos metros de la aldea en la que niños y ancianos se disputaban el calor y las moscas de las intempestivas primeras horas de la tarde. El cura dijo en la misa algo sobre la vida eterna y sobre que resucitaría el último día. Pero, ¿dónde estaría mientras tanto?

Giusseppe hojeó el periódico del sábado anterior. Le gustaban los suplementos culturales y, en ocasiones recortaba con verdadero deleite alguna noticia sobre un nuevo libro o la típica trasnochada crítica de una obra clásica que ya nadie leía. También le gustaba saber que hacía una semana habían asesinado a una periodista en Malta por sacar un escándalo de corrupción a la luz. Pobrecilla, con treinta y pocos años. Malditos bastardos, qué barato sale matar. Malta siempre fue cuna de piratas y un paraíso fiscal disfrazado de agradable aire aldeano. Recordó aquella semana en Sliema, visitando a un pariente y de cómo este se quejaba por la afluencia de turistas a las costas. Siempre decía que se iría a vivir a la isla de Gozo, donde aún la presencia humana estaba más limitada, pero se quedó en pura intención. Murió hace un par de años y fue enterrado cerca de su lugar de nacimiento, en el pueblo pesquero de Marsaxlokk donde las gaviotas se disputan los jureles y salmonetes sobrantes del mercado que ponían junto al muelle bajo la atenta mirada de un luzu que danzaba sobre las aguas tras una dura jornada de pesca.

El ser humano está plagado de deseos pero pocas veces los pone en práctica. Es el miedo a dejar de ser nosotros mismos lo que nos atenaza. Las gaviotas, en cambio, solo pensaban en satisfacer su estómago como si no hubiera un mañana. Giusseppe probó con una taza de té que había dejado sobre la mesa antes de asistir al sepelio por su amigo. El líquido amarillento ya estaba frío. En la calle, hacía demasiado calor. Si la atmósfera alcanzase la temperatura del té recién hecho podríamos estar hablando de una extinción masiva. Y ya nadie podría estar llorando a Carlo. En cambio, la garganta estaba preparada para soportar aquel trance. Misterios de la naturaleza.

Giusseppe imaginó el hedor de una tumba recién tapada. Era posible que el cuerpo de Carlo se hinchase porque había tomado en vida demasiados medicamentos. Tenía un abultado vientre fruto de la cantidad de pastillas de ingería al día y de su afición por el vino siciliano. Lo tomaba en cantidades industriales sobre todo tras la muerte de su familia a manos de la mafia en aquel atentado en Catania. Nunca se recuperó. Tras una vida enrolado en la marina, recorriendo el ancho mundo, recaló en aquella isla luctuosa a las faldas de un volcán que siempre amenazaba con devorar a sus merodeadores. Cuando alguien construía su casa cerca del Etna siempre lo hacía con su permiso. Seguro que hace muchos siglos la gente llevaba ofrendas al volcán para aplacar su ira. Ahora las mujeres asistían a la misa diaria cerca de la aldea y allí pedían a Dios que se apiadara de sus vidas. Pero, siendo el mundo tan grande, ¿por qué habían elegido vivir en las faldas de un volcán? Dios debería aniquilarlos por su estupidez, pensó Giusseppe. Solo que él también había elegido libremente vivir allí. Era una maravilla saber que uno pende de los caprichos de la madre tierra, que Dios está protegiendo continuamente las vidas de unos moradores de una pequeña isla insignificante en el mundo. Giusseppe podía presumir de tener la mejor huerta de aquel mágico lugar. Todas las noches disfrutaba de su ensalada de tomate, rúcula, queso y albahaca que ingería de modo ritual antes de disponerse a observar las estrellas. Después, tomaba un cuenco con avellanas y nueces peladas y llenaba hasta la mitad aquel vaso arrebatado a las manos de Baco. Cada noche, el volcán transportaba a Giusseppe a través de la Vía Láctea y lo introducía en una amalgama de luces atrapadas en un mantel azul. Era mágico aquel pedazo de mundo, mientras el pobre eremita soñaba con la noticia del día, con las decenas de muertos y heridos tras la caída de un puente en Génova. ¡Qué frágil es la vida! Y pensó qué clase de arquitectos estaban formando en la universidad o qué escuela permitía que esos mismos señores llegaran a cursar estudios superiores. Se acordó de Carlo y de la aversión que sentía por los funcionarios que le hacían perder una mañana cada vez que pretendía salir a hacer alguna gestión. Seguro que arderán en el infierno de Dante. Carlo pensaba en un mundo bastante dantesco y creía que el autor renacentista había tenido una visión real del más allá que luego trasladó al papel. Pero a Giusseppe no le gustaba perder el tiempo pensando en la vida de otros. Los muertos de Génova ya estarían camino al paraíso o esperando la resurrección del último día en estrechas cajas de madera con forro acolchado que ya fabricaban en China con madera del Congo o del Amazonas. ¡Por Dios, espero que eso no lo tenga en cuenta el Creador para el Juicio Final! ¡El Amazonas talado para inundar el mercado de cajas de madera de una calidad inadmisible!

El sonido de un ave le despertó de su ensoñación mientras las estrellas parecían girar sobre su cabeza. Orión, Alfa Centauri, la Osa Menor,... Qué más da. Giusseppe no entendía de astronomía aunque había estado toda su vida perdiendo sus sueños entre las estrellas después de vaciar una botella tras otra de vino siciliano. Qué tendrá ese zumo de uva fermentado. Tal vez era la fuerza del volcán. Pero había mucha gente que bebía vino y no veía mucho más allá de sus lentes o de sus respingonas narices. La aldea era un hervidero de ancianos que no hacían otra cosa que dormitar durante las horas de la tarde y sentarse junto a las puertas de sus casas con las primeras sombras de la noche para hablar de las últimas elecciones o de si la república va a explotar en mil pedazos. Teniendo en cuenta que el Etna había rugido un par de veces durante el último verano, era más probable que la aldea saltara por los aires. Cuántos antepasados habrían visto su mundo destruido para siempre, cuántos secretos guardaría aquel volcán, el viejo centinela de la isla.

El firmamento era el lugar natural de Giusseppe. Con los ojos cerrados contempló su infancia y cómo su tío le hablaba de la entrada de los aliados para liberar a Italia de Mussolini y de cómo en el norte se habían hecho fuertes los fascistas en una pequeña república. Le recordó a los pequeños estados que moteaban la geografía italiana durante la época de los Médici. Solo que aquel era un estado títere de los nazis alemanes.

Al abrir los ojos, su mirada iba a dar al punto de luz más brillante. Tal vez fuese una estrella, o Júpiter, o Marte. Qué más daba aquello. Lo que tenía de especial la minúscula mota de luz es que le recordaba a Felisa Cantamessa. Ella también había optado por no casarse mientras todas las mozas de la aldea se iban emparejando. Ella atendía a su huerto y realizaba unas increíbles acuarelas que terminaban en manos de los turistas que se dejaban caer por esos mundos de Dios. Una enfermedad se la llevó. Y terminó en el viejo cementerio, el lugar más tranquilo de la isla donde ahora además reposaba su fiel amigo Carlo. Curioso lugar, alejado del ruido de las gentes y tan solo visitado por las bandadas de pájaros que recorrían la atmósfera siciliana.

Giusseppe tomó una botella de vino, la abrió como acostumbraba a hacerlo, acariciando el corcho, tomándolo entre los dedos como hace la partera con sus expertas manos cuando ayuda a nacer una criatura. Casi todos los que tenían la edad de Giusseppe habían nacido así. Manos divinas que acogen la vida, que la desprenden de la conexión de la madre y la arrastran al mundo de los vivos; manos que impiden que la cabecita del nacido se estampe contra el duro suelo o muerda el polvo demasiado pronto. Así salía el vino después de descorchar la botella, con toda la fuerza de la vida, como una cascada de sangre de la tierra derramándose en el interior de un vaso. El eremita del Etna contemplaba aquel milagro de la naturaleza obtenido de las entrañas de la tierra, de la epidermis de una Sicilia cuyo corazón latía a muchos metros de profundidad, bombeando andanadas de lava y cenizas.

La aldea respiraba el olor de los árboles frutales. Pese a la cercanía del mar apenas se notaba el típico aroma a salitre. Dos ancianas salían de casa para asistir a la última misa de la tarde. Don Cossimo estaba jubilado, o eso decían, y consagraba tres veces al día para otras tantas ancianas que con devoción no se perdían la misma sagrada lectura que ya casi recitaban de memoria. Durante las últimas horas del día, el cura daba la última misa y luego se disponía a dar su paseo vespertino. No lo perdonaba ni en los días de tormenta cuando de vez en cuando se le veía con un paraguas negro y un chubasquero que le hacía parecer una rara avis salida de las mismas entrañas del Etna. Siempre iba meditando y su rostro se cubría de gotas, aunque él jamás se había resfriado. A la vuelta, en los meses de invierno, le gustaba tomar hidromiel que él mismo se preparaba siguiendo una receta de su madre.

Giusseppe no hacía sino acordarse de su amigo Carlo. Había pasado de visualizar mentalmente su proceso de putrefacción hasta profundizar en los recuerdos más entrañables cuando aún era un hombre feliz, rodeado de sus seres queridos. Incluso recordó aquella semana que iban a pasar juntos en Catania con su familia paterna. Tristemente la metralla y el fuego deglutieron aquellos frágiles cuerpos como la imagen de Júpiter devorando a sus hijos que en una ocasión pudo admirar en el museo del Prado de Madrid en un viaje de negocios que hizo por España. Pobre Carlo. Triste vida echada a perder. Ni el Etna se mostró tan cruel. Toda la vida temiendo su presencia inquisitorial, y tan solo cuidó de todos nosotros como una madre protege a sus crías. El día del entierro de la familia de Carlo, hasta las vísceras del Etna sonaron o eso era lo que mascullaban las ancianas que solían asistir a la misa vespertina de don Cossimo.

El firmamento se mostraba conciliador con Giusseppe. Los astros protegían su vida, le daban compañía, aunque él sabía que esas luces podrían pertenecer a estrellas que ya ni siquiera existían. ¿Era posible que al otro lado solo hubiera una gran oscuridad? Tal vez las estrellas eran como el recuerdo de los seres queridos que ya estaban entre nosotros, un destello de luz en nuestra memoria pero que el tiempo se encargaría de difuminar. ¿Acaso no habéis oído que las estrellas cuando mueren emiten un gran destello de luz? Es como una despedida. ¿No es posible que cuando olvidamos a alguien nuestra mente se esfuerza en recordárnoslo? Es posible que estemos hechos de ese polvo de estrellas que nos hace tan parecidos a los astros que conforman el universo.

Giusseppe tomó el último vaso de vino antes de dormir. Siempre confesó a Carlo que esos sorbos de sangre siciliana le hacían dormir con más placidez. Por eso tomó con fuerza el último vaso y decidió volar un poco rumbo a las estrellas. Su cabeza se fue estremeciendo con cada trago; luego sintió un leve hormigueo en las manos y notaba cómo sus piernas perdían consistencia. En su interior se libraba una lucha encarnizada como en las entrañas del Etna. Luego vino un momento de paz. Su abdomen comenzaba a extenderse como la superficie de un ancho mar. Notaba las pequeñas olas romper contra una orilla y a su cuello afloró un regusto a salitre. Posiblemente era el vino. Pero no lo llegó a saber. Sobre la hamaca, sus manos cayeron hacia el suelo y su cuerpo se llenó de paz. Notó como el volcán le animaba a abrir los ojos. Percibió un pequeño temblor de tierra y las puntas de sus dedos comenzaron a moverse. No era el momento de dormir. El vino te transporta en su barca a través de un mar tranquilo en busca de las fuentes de la eternidad. Pero Giusseppe sabía que la única fuente de eternidad estaba en el firmamento y en los misterios que encerraba y que necesitarían un millón de vidas para desentrañar todos los secretos de aquel mantel azul lleno de puntitos de luz que formaban parte de su propio paisaje.

En un arrebato de sensatez, pensó que había bebido demasiado vino y que era el momento de levantarse y caminar un poco. La luna se mostraba con toda su claridad y llenaba de luz una noche estrellada donde, al fondo, se recortaba la silueta del viejo volcán que mostraba cuánta fuerza tiene la vida. Aquella montaña se había pasado la eternidad viviendo y muriendo, tal vez succionando cada gota de vino de las entrañas de la tierra de Sicilia. La vida de Giusseppe no era sino la réplica de la de aquel volcán; viviendo la soledad de una existencia monótona, temido por sus convecinos a los que les aterraba la sola idea de contemplarlo en el sepelio de Carlo. Las viejecitas hablaban en voz baja y no entendían cómo aquel bendito ya difunto podía codearse con tan miserable alimaña. Las campanas de la iglesia comenzaron a tañer las doce campanadas. Era medianoche y a muchos vecinos del pueblo les consolaba la idea de que algún día el volcán devorase a aquel viejo borracho sin corazón, pedido en las faldas de un volcán y al que preferían ver muerto una mañana cualquiera estampado contra las rocas del desfiladero de las afueras de Fornazzo.

Muchos describían a Giusseppe como una alimaña. Había vivido muchos años en Messina antes de llegar a aquel lugar dejado de la mano de Dios. Él siempre quiso dejar atrás sus huellas. No se sentía de ningún lugar en concreto. Había trabajado en un periódico de Bari antes de terminar definitivamente bajo la sombra del Etna. Allí quería estar, sintiendo la pulsión de la tierra, entendiendo que la muerte debe estar presente en cada latido para que así seamos conscientes del valor de la vida. ¿Es acaso el universo fuente de vida o de muerte? ¿No está el cosmos en continua transformación? ¿Es correcto decir que una vida desaparece? ¿No nos debatimos todos entre los brazos de la vida y las garras de la muerte? Giusseppe siempre supo estar en la cuerda floja, bebiendo el elixir de la tierra húmeda en forma de vino, sintiendo su calor resbalando por la garganta, alojándose en el hígado, siendo fermento del Hades en las entrañas de un cuerpo acostumbrado a sobrevivir en los límites de la cordura. Había aprendido a jugar con la vida y quizá no fue consciente de que la muerte es una espléndida jugadora de cartas. Demasiado dolor para vivir cuerdamente. Pero cuando uno arrebata una vida puede contemplar que sigue siendo un tipo normal. Luego viene la inconsciencia de mandar a las estrellas dos o tres vidas más y pensar que nada es tan cruel para arrebatar la belleza del firmamento. Por eso Giusseppe miraba aquellos cielos estrellados. Era lo único que le aportaba paz y sosiego; quería tener su lugar en el mundo, en medio de la apatía de las gentes o de la ponzoña de un puñado de ancianas envenenadas por el caldo tibio de la soledad, en las faldas de la montaña, profiriendo palabras hirientes a los llegados del otro lado. No hay peor fantasma que el de la ignorancia. Cuando no conocemos al otro le colocamos la etiqueta, desconfiamos de él. Nadie supo por qué a Giusseppe no le interesaba formar parte de la vida de la aldea, por qué no iba a misa a escuchar las reconfortantes palabras de don Cossimo o por qué no se sentaba con los ancianos a hablar de las vergüenzas de la república mientras mascaban tabaco o se jugaban unos céntimos a las cartas. Pero, no. Giusseppe había venido del otro lado y eso incomodaba. Demasiada sangre en sus manos; los ancianos solo sabían de matar alimañas y pequeñas aves. Pero no podían entender cómo se puede banalizar tanto la vida de una persona, cómo se puede apagar el latido de un corazón sin apenas pestañear.

El mundo conocido se componía de un ramillete de pueblos y aldeas alrededor del Etna; lo demás no importaba. O tal vez sí. El día que alguien vio la imagen de Giusseppe en el periódico local muchos sintieron deseos de asaltar su casa o de verlo devorado por las cenizas incandescentes del volcán. Ya habían puesto rostro a la sombra de aquel loco que miraba las estrellas y apenas bajaba a la aldea. Muchos desearon verle desaparecer en aquel barranco de Fornazzo. Solo un bendito como Carlo podía haberle regalado su amistad durante el tiempo que vivió bajo el latido del volcán. Ahora Giusseppe se había quedado solo con sus estrellas, más yerto que el cadáver de Carlo, que ya alimentaba con su podredumbre la insaciable voracidad de una montaña ansiosa de sacrificios con los que había sido apaciguada a lo largo de su historia.

Al otro lado del mar, una celda solitaria. Cuatro paredes habían alojado el cuerpo sin alma de Giusseppe. El coche en llamas de un ministro fue portada de todos los noticiarios. Herido de muerte. Trasladado al hospital. Fallecido a los 39 años. Una joven promesa de la política. Un apartamento en Sliema y una empresa de construcción a las afueras de Mdina, desde donde se divisaba aquella señorial ciudad presidiendo una colina en el corazón de Malta. Giusseppe Monti, detenido. Sospechoso de asesinato.

No fue fácil la estancia del preso 84723 en la cárcel de Bari. Allí pasó quince años cumpliendo condena. Fue trasladado desde La Valletta hasta aquella prisión al sur de Italia. Giusseppe no era un preso conflictivo. De hecho, desde que ingresó en prisión no hablaba con nadie. Pasó varios años escribiendo en un periódico de Catania. Fue Carlo Tauroni quien le consiguió el empleo. Por aquel entonces vivía en Sliema, un barrio residencial de Malta cercano a La Valletta. Por las mañanas tomaba el vapor que le conducía a las puertas de la rancia capital maltesa tras diez minutos de travesía. La Gazzetta de St. Lorenzo se había dedicado a denunciar durante años los casos de corrupción en la isla. Miles de cuentas bancarias sin apenas control, centenares de matriculaciones de yates, evasión de impuestos, un secreto bancario que habían convertido a Malta en un puerto corsario en el corazón del Mediterráneo. Giusseppe no paraba de escribir en su celda; lo hacía sobre las estrellas, sobre esos cielos enmarañados del estrecho de Messina que imaginaba cuando apenas tenía quince años. A Carlo le parecía un buen escritor que nunca hablaba de hechos sino de emociones.

Durante los quince años de encierro, recibió gustosamente sus colaboraciones que publicaba en un diario que había fundado en Catania, cuando decidió abandonar Malta. Carlos Tauroni se había pasado años denunciando esa corrupción que impregnaba la isla corsaria y que hacía que afluyera capital proveniente del tráfico de armas, de droga o de la trata de blancas en muchos puntos del Mediterráneo. Desde su tribuna acusó a aquel joven ministro de embolsarse varios millones de liras fruto de su "laisser faire" y de su complicidad con el crimen organizado. La gente poco más que acusó a Carlo Tauroni de instigación para el asesinato. En Malta y en toda Sicilia la muerte del joven ministro cayó como un jarro de agua fría. "Un hijo de Messina, emigrado a La Valleta". "Un aplicado empresario", "un hombre hecho a sí mismo". "Un respetable señor". "Un hombre de estado". Sobre Giusseppe, imputado a las pocas horas del asesinato, cayeron todo tipo de improperios. Un asesino, un loco, un hombre sin escrúpulos. Don Cossimo, capellán de la prisión de Bari, extendió como un reguero de pólvora la noticia de que un vil asesino iba a instalarse en las faldas del Etna. Lo había dejado escrito en el periódico de Carlo Tauroni por si quedaba alguna duda. "Quiero vivir junto al volcán". Este, nada más salir de la cárcel, le ofreció su casa y le proporcionó una pequeña tierra para que pudiese vivir cerca del Etna.

En sus artículos llenos de poesía, Giusseppe, el sanguinario asesino del ministro maltés, había hecho constar que desearía seguir viviendo notando el latido de la tierra, la respiración de una montaña con la que había soñado intensamente desde su estancia en Bari. Don Cossino rezaba el día de San Lorenzo por el eterno descanso de Marco di Maggio, el joven ministro de 39 años muerto por la sinrazón. Fue ese día de agosto cuando el cielo lloró por la muerte del ministro mientras por las calles de Burgu, a escasos kilómetros de la escena del crimen, cientos de jóvenes paseaban sobre el empedrado a ritmo de charanga, y las fachadas de las casas exhibían floreadas banderolas que iconos del santo y lágrimas doradas bordadas en estandartes que durante el año guardaban celosamente en domicilio particulares. En San Lorenzo, Malta era una fiesta. Cohetes, fuegos artificiales. Pero aquel año un coche saltó por los aires, como el de aquella joven periodista que de atrevió a descubrir un caso de corrupción unos años atrás.

Marco di Maggio contaba con amigos íntimos en la banca maltesa y entre los políticos sicilianos. Demasiado dinero sucio había terminado en cuentas bancarias de La Valletta. No pocos políticos habían recibido generosas mordidas para ignorar toda la sucia riqueza proveniente de la prostitución, el juego, la extorsión y la droga. Entre ellos, Marco. La Gazzetta de San Lorenzo se especializó en denunciar este tipo de prácticas fraudulentas; tal vez por eso alguien decidió asesinar a Marco di Maggio, el protopitipo de hombre hecho a sí mismo, respetable y manchado de la sucia bilis de la corrupción.

Giusseppe fue detenido a escasos metros del lugar del crimen. Aun ardía el vehículo con el cadáver dentro. Aquel hombre parecía aturdido, tal vez por la explosión. Procedieron a su interrogatorio pero no acertó a decir una sola palabra. Silencio. Con la misma actitud fue trasladado a una cárcel maltesa y unos años después a la prisión de Bari donde permanecería quince años escribiendo sobre el magnetismo que ejercen las estrellas.

Al sepelio por el ministro acudió mucha gente. Centenares de ramos de flores, decenas de coronas salpicaban la catedral de St. Juan, atestada de gente. Un puñado de niños recitó en maltés una poesía tradicional que hablaba del paso de esta vida a la verdadera. Entre la gente, un valiente Carlo Tauroni, que fue amenazado de muerte por considerarse un alentador del asesinato. El periodista pensó que era el momento de clausurar el diario y marcharse de allí.

A la salida, en la calle, entregó un sobre con veinte millones de liras a un matón venido desde Palermo. El ministro está muerto y hay un culpable en la cárcel. Plan perfecto. Nadie sospecharía nada de nada. Fin del asunto. Carlo Tauroni había financiado la muerte del ministro, un canalla corrupto que estaba medrando en el negocio de la construcción gracias a las mordidas recibidas del crimen organizado. Aquel pedazo de tierra para construir en Mdina ya estaba asegurado. Carlo iba a lograr hacerse con un estupendo enclave para construir un hotel. Su más fiero rival ya estaba muerto y había un culpable en la cárcel, porque en la cárcel todos son culpables.

Tras años de condena, Giusseppe tomó un ferry y se dirigió a la isla de Sicilia. Allí le esperaba aquel hombre que tanto le había alentado durante su estancia en prisión. Giusseppe era poco efusivo y se limitó a abrazar a su amigo. Su salida de prisión fue noticia en la prensa local. En una aldea pegada al desfiladero de Fornazzo todos aguardaban expectantes la llegada de Giusseppe. Un asesino, un conspirador, un hombre que no merecía tal nombre. Pero se limitó a pasar de largo y se instaló en las faldas de aquella montaña con la que tantas veces había soñado. Apenas llevaba cinco semanas viviendo junto al volcán cuando Carlo Tauroni anunció su llegada a la aldea. Una explosión junto a su residencia habían terminado con la vida de su familia. La detonación se oyó a muchos kilómetros a la redonda y los diarios nacionales se hicieron eco de la noticia. "Familia de periodista, asesinada". "Crimen mafioso". "La sinrazón se impone de nuevo en Sicilia". "Luctuosa noticia: la mujer e hijos de Carlo Tauroni, muertos en Catania".

La enfermedad de Carlo iba devorando sus vísceras. Del resto se encargarían las legiones de bacterias que esperaban su suculento botín en la oscuridad de una fosa. Giusseppe siempre sintió admiración por el periodista. Nunca olvidó el apoyo recibido durante su estancia en prisión; los libros que le envió, las latas de conserva, las visitas mensuales,... Giusseppe siempre había sido un alma libre pero agradeció aquel calor humano, algo que le costaba mucho expresar hacia los demás. Pensó que una vida sobre el volcán era mejor que una solitaria celda en la que su cuerpo iba encorvándose poco a poco.

Los últimos días con Carlo Tauroni fueron muy emotivos para Giusseppe. Hacía un mes que un periódico había publicado un artículo sobre el tratamiento del Síndrome de Asperger en adultos. Carlo sabía que su amigo Asperger, Giusseppe, le iba a perdonar. A veces, la cobardía te transforma en un ser repugnante. Carlo no tuvo agallas para dar la cara tras el asesinato del político maltés. Por lo que pidió a Giusseppe que merodeara por la escena del crimen. Allí fue encontrado por la policía. Así, Tauroni podría volver tranquilamente con su familia. Y eso hizo; tomó un ferry hasta Catania mientras Giusseppe era encarcelado durante quince años acusado del asesinato.

La revisión del caso encontró demasiadas contradicciones en la versión de los hechos. Y un juez entendió, tras quince años de condena, que Giusseppe solo pasaba por allí. Eso le hizo poner los pies en la calle. Durante su estancia en la prisión italiana no dejó de soñar con el volcán que se levantaba orgulloso en el centro de Sicilia por lo que quiso dirigirse allí con el objetivo de terminar sus días en mitad de un bello paraje. Le había quedado una pequeña pensión y con eso juró que le bastaría para perderse entre las estrellas. La gente del pueblo lo veía como un bicho raro. Jamás entendieron que ese monstruo saliese de la cárcel. La piedad no está entre las virtudes de los que no saben mirar a las estrellas.

¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar