El juicio a Eichmann

"El que es misericordioso con los hombres crueles, acaba siendo cruel con los misericordiosos".
"Cuando le reprenden, Eichmann se cuadra en actitud de colegial y dice secamente: jawohl.
"Este hombre extremadamente útil, totalmente incorrupto y mortalmente peligroso es justo lo contrario de un rebelde (...). Es el hombre idóneo para cualquier puesto".
Harry Mulisch, El juicio a Eichmann
Juan A. Flores Romero
Era 14 de mayo de 1961, Día de la Independencia, y Adolf Eichmann se encontraba en su pequeña celda de un lugar indeterminado de Israel. Los rayos de luz y el calor pegajoso de Tierra Santa se colaba por el pequeño boquete de la pared. Ya había visto demasiado mundo, pero aún así todos los días su mente salía de la celda a pasear por las calles de una Jerusalén que recordaba atestada de puestos de mercancías cuando hizo una visita oficial hacía ya un par de décadas con pasaporte del Tercer Reich. Eichmann siempre tuvo una pasión inusitada por la cultura judía e hizo los intentos -tal vez infructuosos- de domar un buen hebreo. Ahora ya solo podía aspirar a ver las letras grabadas en unas pequeñas tijeras de punta redonda que le habían proporcionado para cortar sus uñas. Ya le habían propuesto que había un servicio de manicura que podía solicitar, pero prefirió que nadie hurgase entre sus dedos y, menos aún, entre aquel refugio de inmundicias adheridas a su piel. El proceso estaba siendo pesado, tal vez rayando lo kafkiano a juicio de algunos periodistas que veían con muchas reservas a aquellos cazadores de nazis. A la memoria de Eichmann vinieron varios nombres de periodistas que cubrían el juicio, entre ellos Hannah Arendt y Harry Mulisch. ¿Qué se diría de él para la posteridad? Cuando el mundo cambia de signo todo se desvanece, las ideas son otras, los valores reaparecen llenos de dobleces y de recovecos. Eichmann pensó que en Israel no se ajusticiaba a nadie, pero sentía la soga entre su cuello, una sensación rasposa y asfixiante que, con suerte, experimentaría durante tres o cuatro segundos, hasta caer en la inconsciencia. La sentía desde aquel día en que sus captores le echaron mano cerca de la parada de autobús que solía frecuentar para ir desde su casa al trabajo y luego volver para retomar la misma rutina al día siguiente. Y eso le hacía feliz. La rutina era una sensación dulce de estar esperando el juicio eterno con lo que a uno le satisface. Acatar normas, cumplir órdenes. Eso le había atrapado entre las garras de un sistema nacido para sumar números, restar vidas, multiplicar medios y dividir responsabilidades, aquellas mismas que tuvieron su reflejo en los juicios de Nuremberg. Por eso Eichmann se sentía en deuda con un sistema al que había traicionado. Faltaba una operación matemática: dividir responsabilidades. Algo que él evitó. Por eso estaba allí, quizá el destino era la prueba palpable de la justicia divina, pensó, mientras le temblaban las manos sudorosas. Su fidelidad al jefe estaba a prueba de toda duda. El sentido del deber, el acatamiento de la orden. Eran ideas que le habían hecho sentirse seguro consigo mismo, reconciliado con su destino. Solo cumplía órdenes. Y subrayo lo de solo. Era algo más que una manera de expresarse. Cualquier capacidad crítica se había diluido frente a su deseo de medrar a expensas de acatar sin poner objeciones la voluntad de un superior sin tan siquiera planear la moralidad o validez de esas consignas.
Aquel hombre era ya un insignificante guiñapo que la gente miraba con pena, que los guardianes trataban con cortesía y con una mirada tierna casi indulgente. Sobre él pesaba la muerte de millones de personas llevadas como corderos al matadero en aquella tela de araña de vías de ferrocarril que tatuaba Europa de la misma manera que los números que se adherían a los brazos de los que habían sido escogidos para el sacrificio.
En aquel caluroso mes de mayo, Eichmann respiraba entrecortadamente como sintiéndose en deuda con el oxígeno que aún le daba la vida en una jaula de hormigón en un punto inexacto de Judea, tal vez, con miedo a que viciaran el aire con algún compuesto químico que le dejase tieso como una cucaracha. Igual que los pobres infelices que respiraron por última vez los aires viciados de una Europa podrida hasta sus cimientos. El Zyklon B lo creó un continente enfermo de odio, de ignorancia, de recelo, que lavó su imagen y se presentó como una nación de intelectuales. Tal vez sí, pero necia nación de intelectuales, alimentada por el virus supersticioso de la envidia y el miedo al otro.
Muchos supervivientes quisieron hacernos ver que había que volver a la vida, pero lo cierto es que Treblinka o Auschwitz fabricaron una nación de zombis que perdieron el rumbo y a los que tan solo alimentaba el deseo de recordar a modo de resorte para no caer en la muerte total, una especie de trance esotérico previo al olvido.
Eichmann hizo ademán de mirar las uñas de su mano izquierda mientras sujetaba las tijeras con la derecha. Podría haberlo hecho al revés porque era ambidiestro, pero pensó que así lo dictaban las normas. Más que nunca se sintió heredero de aquel pueblo errante por el Sinaí ansioso de acatar las normas venidas desde lo alto. Y quiso ser un hebreo más en medio del desierto, del caluroso pedregal infestado de áspides y escorpiones que latía al otro lado de los muros y, como un niño ansioso por abandonar el útero de su madre, para conocer la vida, Eichmann suplicó en voz baja que le dejaran salir, que le llevaran a contemplar la luz del desierto, la brisa salada del mar y un pedazo de cielo que durante tanto tiempo estuvo ausente por la bruma de la historia.
Aquel pobre hombre estaba cansado. A su cabeza acudió la imagen de su caja de cristal, expuesto ante un tribunal como un insecto o un ave exótica o simplemente como un hombre deseoso de escuchar un verbo en imperativo para cuadrarse y decir en voz alta: jawohl.