El populismo con pies de plomo

07.01.2021

Juan A. Flores Romero

    Ayer por la tarde escuchaba  en la radio la noticia de la entrada masiva de un puñado de energúmenos con la intención de pisotear la democracia en la que se han (mal)criado y la que pretenden defender. Me parece una situación preocupante no solo para la sociedad norteamericana, por cierto fuertemente polarizada desde la llegada al poder de Donald Trump, el reflejo mismo de los populismos de uno y otro signo que pudren desde dentro nuestras democracias. Sí, señores, esos sistemas tan imperfectos y criticables pero que son los que nos han proporcionado años de paz y prosperidad, de entendimiento con otras naciones, de progreso económico, de creación de áreas económicas y un largo etcétera. Esos energúmenos, con un discurso político que raya el que pueda tener una marmota y caracterizados como Toro Sentado o el típico motero sureño "a lo Village People", han pisoteado, han mancillado, han prostituido, la sede de la soberanía popular de los Estados Unidos y, por extensión, de las democracias occidentales. Sí, señores, esa sede que identifica a Estados Unidos como la democracia burguesa más perfecta del mundo, y que sirvió de ejemplo para revoluciones posteriores, especialmente la Revolución francesa en 1789. Siempre se nos olvida que en 1776 ya se había producido una verdadera revolución en las Trece Colonias americanas que dieron al traste con siglos de predominio y poder británico, y que puso en pie un modelo basado en el equilibrio de poderes y en el contrato social. A eso me refiero con democracia perfecta. No a que el país no esté gobernado por oligarquías financieras, mediáticas y energéticas. ¿Dónde no es así? Incluso en Venezuela, Irán o el África subsahariana, unos modelos tan distintos, las oligarquías financieras o energéticas campan a sus anchas. Es lo que hay desde que abandonamos las cavernas ya que no existen documentos gráficos de lo que allí ocurría.

      El país más influyente del mundo, con todos sus defectos, ha sido modelo de equilibrio de poderes, sustentado por una Constitución y sus conocidas enmiendas, que proporcionan un espacio de libertad y de cohesión a la sociedad misma que se fue gestando especialmente desde finales del siglo XVIII. Los padres fundadores de la patria norteamericana así lo quisieron con una visión moderna y aperturista de una sociedad que iba a ser faro de las democracias occidentales; un modelo que tuvo que convivir con más décadas de esclavitud, de exterminio del indígena y de fuertes diferencias sociales, pero que, por otra parte, puso las bases de un sistema más libre y abierto a la igualdad de oportunidades. En Europa nadie cuestiona hoy el sistema político por nuestro pasado colonial, por el próspero mercado triangular basado en la esclavitud o por el exterminio de las tribus del Congo a manos del rey Leopoldo de Bélgica. En América, no fueron pocos los que hicieron fortuna llegando a la isla de Ellis con apenas unos billetes en los bolsillos. Sí, señores, igualdad de oportunidades en un país muy desigual, pero muy acostumbrado a las diferencias. Y lo dice una persona que no para de criticar sus desequilibrios sociales y raciales, que no dejan de existir en aquellas latitudes igual que crecen silenciosamente en el extrarradio de las poblaciones europeas (París, Lyon, Marsella, Barcelona, Madrid o Berlín). Sí, esta Europa tan civilizada y que crea cinturones de pobreza y criminalidad se alarma cuando en Estados Unidos surge un caso de discriminación racial y de abuso policial, por cierto muy condenables ya que es una lacra que hay que extirpar y que va mucho más allá de archiconocido caso de George Floyd. 

     Ayer presenciamos a cientos de norteamericanos (entre millones; incluso muchos de ellos votantes de Trump) que se creen con la legitimidad de asaltar el Capitolio y cuestionar la soberanía de los poderes del estado. Ese es siempre el peligro; que un puñado de personas se crea con el derecho a cuestionar la voluntad de millones de electores -al margen de procesos electorales- que han practicado su derecho en un sufragio que tiene poca sospecha de ser fraudulento, debido a las medidas de seguridad que rodean todo el proceso, y a los medios y observadores que cubren este evento planetario. 

     El acto de ayer me pareció simple y llanamente repugnante, indigno de un país civilizado y muy propio de personas que buscan amamantar lobbys de poder y de influencia para arrebatar al pueblo aquello que ha elegido en libertad. Y unas veces estaremos de acuerdo y otras no. Pero es lo que hay, y es vital respetarlo. Si la legitimidad y la dignidad son pisoteadas se termina el pacto social, aquí, en una empresa, en un club de golf o en un grupo de amigos. De este modo, quiero reclamar y exigir que apelemos al sentido común, que no nos dejemos encandilar por los cantos de sirena, que la masa durmiente no apoye a aquellos que ilegalmente y de forma violenta han pretendido terminar con el estado de cosas, cuestionando a aquellos que simplemente nos les agrada. "Biden no es mi presidente", decía ayer una manifestante. Yo le respondería que, para bien o para mal, sí lo es. Es el precio de la democracia. Así lo ha decidido el pueblo soberano. Si cuestionamos esto, daremos al traste con décadas de convivencia, de pacto social, de paz y estaremos pisoteando la dignidad de varias generaciones que desde el fin de los conflictos mundiales han luchado por levantar un mundo basado en el equilibrio de poderes, en el progreso económico y social y en la creencia irrenunciable de que hay que ser cautos en la victoria y serenos en la derrota. Todo en medio de hambre, sudor, lágrimas y renuncias. Solo así seguiremos disfrutando el mundo que tenemos y que, a pesar de todas sus imperfecciones y sus múltiples influencias oligárquicas y mediáticas, nos permite manifestar nuestras ideas como ciudadanos libres sin tener que diluirnos en una masa uniforme, aletargada y asustada como ya preconizara George Orwell en su novela 1984... salvo aquellos que por comodidad, por miedo o por interés decidan hacerlo.



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