El yo perdido

10.04.2021

Juan A. Flores Romero

1

Sentado frente a un estanque en un banco de madera, veo pasar al mismo señor una y otra vez dando vueltas alrededor del parque. El hombre va provisto de una camiseta amarilla y unos pantalones cortos. Estamos en otoño, pero la tarde aún conserva los últimos suspiros del verano. Todo apunta a que el corredor está dispuesto a disfrutar de una espléndida tarde otoñal. Los juncos del estanque sobresalen de un agua verdosa que rezuma cierto olor a ribera; si uno cierra los ojos se puede transportar a los márgenes de un río en el que tan solo se deja oír el incesante croar de las ranas en medio de haces de juncos y un universo de cantos rebozados en el polvo de una tarde estival. Ahora es otoño y muchos lagos están secos; es quizá por el cambio climático. Pero yo solo veo un estanque lleno de agua o lo que parece un líquido verdoso y estancado alrededor del cual grupos de colegiales pasean con cierto aire de indiferencia. El corredor insiste en jadear al ritmo de sus pasos rítmicos pues aún queda mucha tarde por delante. Nadie se percata de mi presencia, como si yo fuera uno de esos juncos que asoma medio cuerpo entre el fango y bandadas de molestos mosquitos. Cuando vivimos no contemplamos la realidad del mundo; como decía Kierkegaard, la desesperación no es un hecho sino un estado. Nuestra mente está puesta en la lejanía y no en el momento presente. La salida del sol es mágica. La luna absorbe las últimas sombras de la noche. Es un espectáculo digno de contemplar. Pero aún nos empeñamos en seguir poniendo la vista al frente y ver pasar la vida enfrascados en nuestras rutinas. Nos pasamos la existencia buscando en la distancia. ¿Dónde iré el próximo verano? ¿Cambiaré por fin el árbol de Navidad este año? ¿Qué haré cuando termine mi vida laboral? En ninguna de esas respuestas hay una salida del sol o un bello atardecer entre las aguas del mar, en medio de un trigal o en las montañas azuladas de un valle perdido. Husserl decía que "pensar es aprender de nuevo a ver, dirigir la conciencia, hacer de cada imagen un lugar privilegiado".

La vida contemporánea está llena de retos que nos impiden ver cómo aquel junco se eleva sutilmente sobre un estanque de aguas malolientes. Pero esos juncos son imágenes, turbias como un cuadro borrado por la humedad y claras como una mañana despejada después de la lluvia; una mañana en la que el agua del suelo cobra un tono rojizo por el impacto de la luz solar. Hoy, cuando lo describo, esas imágenes se van desvaneciendo en mi mente, ávida de nuevas experiencias sensoriales. Como escribe Schopenhauer, "los pensamientos mueren en el momento en que las palabras los encarnan" igual que "las palabras mueren en cuanto alumbran el pensamiento", concluye Vigotsky. Sensación, palabra, pensamiento. Eso es la vida. Una vida que hay que pararse a contemplar en cada instante en la que nos convertimos en haces de luz para llegar a un incierto punto en el universo.

El café de la mañana, la conversación improvisada, un cruce de miradas con algún desconocido, el libro leído, la satisfacción de haber destripado una historia más abandonando por unas horas la propia. Eso es lo bello de leer, de vivir, de observar.

La brisa recorre el largo pasillo repleto de bancos de madera. Es otoño. Los ancianos pierden la mirada en el infinito como esperando una respuesta de esa vida que experimentaron sin mirar hacia los lados. Mi mirada se une a esa expedición y clavo mis pupilas en dos o tres patos que se van sumergiendo en el agua. Otro grupo de jóvenes pasa ante mí. Noto alguna mirada de complicidad mientras una nube va ensombreciendo los resquicios de una bella tarde otoñal. Me sentía raro porque después de once días no salía de una clausura autoimpuesta fruto de una herida que quizá tenga que curarme con mi propia saliva. Hopper, Klimt, Chagall, Dalí,... pasan ante mis ojos dejando un rastro de sucio cromatismo, disolviendo sus figuras inmortales en un agua pantanosa en la que solo crecen juncos. Alguien me comentó que debía cuidar mis emociones, pero eso es complicado en un mundo lleno de pliegues, de cajones entreabiertos, de camas deshechas, de cortinas cerradas al mundo exterior. Pensé que el mayor enemigo de una persona es uno mismo. El tiempo a veces no lo cura todo, quizá lo enfríe y la fe no llega para comer a fin de mes. Pero el problema no es el tiempo. La vida es una amalgama de experiencias, un mapa tatuado de heridas sangrantes. La existencia, en modo alguno, es un camino de rosas. A veces, ni siquiera es un camino. Las lluvias torrenciales lo convierten en un enorme cenagal donde crecen las hierbas acuáticas y se posan las aves esperando retomar su vuelo.

Somos el agua, ese elemento que soporta que otros seres crezcan a su alrededor y así observamos la vida pasar. El señor del banco se levanta lentamente, parece cansado y mira las aguas del estanque como las de un cenagal generado por unas lluvias torrenciales. Enseguida se reconoce y piensa que su cuerpo se aleja mientras el alma queda atrapada entre esos juncos altivos y esas aves que chapotean ante la atenta mirada de una pareja de ancianos que ha fundido su rostro en las insondables aguas de un estanque en una tarde otoñal.

Recordé las últimas palabras de la gran obra "Alguien voló sobre el nido del cuco": "me gustaría contemplar de nuevo el paisaje en torno al desfiladero para aclarar un poco mis ideas".

2

Para volver a la realidad, tuve que dirigirme al estanque pues en el fondo se divisaba el sendero. Lo reconocí enseguida por la textura de su suelo aunque estaba cubierto de agua. Al final del mismo se divisaba el túnel. Ese agujero oscuro por el que sentía una atracción tan especial. Quise atravesarlo pero aún fui consciente de que el camino hacia él era largo. Sentía como la gente se desvanecía alrededor, cómo la noche pasaba en un suspiro y el amanecer se presentaba entre una luna absorbiendo los resquicios de la noche. Cuando me quise dar cuenta estaba a las puertas del túnel. Antes de entrar, eché una ojead alrededor. Recordé aquella cristalera que reflejaba los árboles, el tendido eléctrico y las aves que surcaban el cielo, también recordé que en los días nublados se posaban unas sombras anaranjadas sobre la misma. Cuán distinto es el reflejo dependiendo de la luz. Quise entrar en el túnel. Un ciclista circulaba en sentido contrario como todas las mañanas. Tal vez iba a trabajar. Temí por un momento que se hundiera en aquel lodazal que había dejado atrás, pero el ciclista siguió su camino. Volví mi mirada y vi cómo se perdía en una carretera mientras el sol se abría paso entre las nubes. El túnel estaba oscuro pero al otro lado se vislumbraba un agradable bosque. Pude atravesar aquel universo de sombras acompañado de un puñado de graffitis que recubrían las paredes. El sol pugnaba por dejarse ver entre los árboles. En ese instante se oyó un sonido estruendoso y prolongado. Un tren de mercancías se disponía a pasar por el lugar. Abandoné el mundo de sombras para llegar al otro lado, y ante mí apareció la figura casi irreal de la Gran Enfermera del genial libro de Ken Kesey. Sí, me refiero a aquella que llevaba por título "Alguien voló sobre el nido del cuco". Era como si me estuviese esperando para arreglar cuentas.

Nada más verme se dirigió a mí con las mismas palabras de la genial novela "no me interprete mal: todas las normas y restricciones que le impongo han sido profundamente meditadas, teniendo en cuenta su valor terapéutico. Usted está aquí porque es incapaz de adaptarse a las normas sociales del mundo exterior, porque no ha conseguido aceptarlas". Hablaba en singular igual que lo hizo con aquellos dementes que lograron ver la luz de la libertad tras años de trato inhumano.

Le dije que yo no había intentado infringir norma alguna y que solo quería volver hacia mi hogar, buscando la salida del sol. Supuse que tenía claras las normas pero ella me hizo entender que mi vida había sido un error desde el principio y que me había mostrado incapaz de adaptarme a las reglas sociales. Toda mi vida pasó ante mí como un fogonazo, pero en mi mente solo residía la idea de avanzar. Conforme se abría la mañana, aquella Gran Enfermera se fue disolviendo entre las sombras y dejé de oír su desagradable voz. ¿Había habido alguien ahí? ¿Era mi propia conciencia? No dudé en seguir caminando en dirección a aquella maravillosa puesta con mi mirada clavada en las señales luminosas del tendido ferroviario. Allí se abría un pequeño camino de tierra que conectaba con la civilización. Pensé por un instante que aquella enfermera me iba a perseguir o que se iba a anteponer en mi camino. Pero entendí que solo fue una pesadilla a la salida del túnel, quizá como la visión de un incierto cenagal por el que supuestamente tendría que rodar la bicicleta de un afanoso empleado que ya estaría en su puesto de trabajo. Quise llamar a alguien pero no me atreví. Guardé mi móvil en un bolsillo de mi chaqueta, contemplé el sol que nacía con todas sus fuerzas dando un tono ocre a los campos, evidenciando los restos de basura que aún quedaban de una noche en la que posiblemente grupos de jóvenes habían estado bebiendo ingentes cantidades de alcohol. Enfoqué mi vista hacia unas casas y contemplé la maravilla de vivir en una llanura. Las suaves montañas se divisaban en la lejanía y una bandada de pájaros cruzó el firmamento. Lo gritos de los niños se mezclaban con los ruidos de la escoba al contacto con el suelo. Estornudé tras levantarse una pequeña polvareda. Se había formado un remolino, pero nada más. Solo era un remolino en medio de un espectáculo brutal. Un amanecer en medio de la nada. Un día en que la mirada turbia de una noche eterna se cruzaba con rostros deseosos de amar tras una dura jornada de trabajo mientras el sol iba lanzando todo su brillo sobre unos tejados que aún goteaban los restos de humedad de la noche.

3

Vuelvo por un instante al túnel en el que quedaron atrapados mis miedos a los que me enfrento cada mañana. Es un incierto universo atrapado en una estructura de hormigón tatuada de grafitis, pero dentro de la cual mi alma pasa y traspasa el universo de lo puramente racional. Oxígeno, respiración, pensamiento. El mundo se vuelve invisible ante tanta perturbación. El túnel siempre ha estado y estará ahí. Por él siguen transitando ciclistas y trabajadores que se dirigen a los pequeños talleres y fábricas. Las cristaleras de las oficinas colindantes ofrecen una visión distinta. En los días nublados, los cristales son negros y solo reflejan la tenue luz de una farola. No es de día. La noche sigue siendo dueña de las sombras y la luna parece un nimbo caído a los pies de un santo en ese reino de los cielos que debe estar más allá de las estrellas y que aún no ha sido divisado por ningún astrónomo.

Sueño de niño, estados del alma, emociones de un mundo que huele a incertidumbre. Humanidad que regresa de sus noches de descanso o quizá de sus ratos en vela, leyendo en soledad. Tal vez el ciclista que atraviesa el túnel padece una incurable enfermedad o ha perdido el amor de su esposa. Pero yo sigo volviendo allí, a contemplar lo que ocurre bajo las hojas de los árboles que impiden la visión de un cielo que arranca con el nuevo día. Inspiro y expiro y mi cuerpo se desplaza hacia una luz tímida, entre una avenida de abedules que desemboca a las puertas de la ciudad. Recuerdo por un instante esa aldea perdida más allá de las montañas y siento que la vida nos acompaña por los lugares por donde pasamos. No nos debemos a nada ni a nadie. Somos por lo que estamos y por lo que vivimos. Decido adentrarme en medio de un banco de niebla. La mañana parece resistirse a los primeros rayos de sol. Mi mente está despejada, pero el día puede traer muchas sorpresas.

Un dolor punzante me hace despertar. Estoy en la cama y aún recuerdo la madrugada junto a aquel túnel, en el que siempre nuestra consciencia quedará atrapada. El túnel que todos llevamos dentro, incluso entre los que chocan dos copas o bailan animadamente en una fiesta. Hay un momento en la vida en que tu alma queda atrapada en esas madrugadas de incierta respuesta, en el miedo de no saber hacia dónde dirigirte, en la evidencia de que para vivir hay que sufrir y que el que pasa por la vida sin experimentar un debate encarnizado con su alma solo se dedicó a malvivir, como hacen los animales cuando dedican al día a buscar alimento. El alma se fortalece cuando sale tatuada de cicatrices.

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