Íncubos y súcubos

Juan A. Flores Romero
DESPERTAR
En el fondo de los mares, en los intestinos de la tierra, algo comenzó a tomar forma. Se había pasado millones de años gestándose como un polluelo dentro del huevo, dando sutiles muestras de su existencia y absorbiendo como alimento todo aquello que la fina capa de la corteza terrestre le proporcionaba.
Geos despertó aquel día con los ojos llenos de legañas, algunas del tamaño de la isla de Pascua y emitió un gruñido de desesperación que recorrió la superficie de la tierra y estremeció a los diez astronautas que formaban parte de una operación de orbitaje alrededor del planeta.
Este ser había estado esperando durante millones de años el momento de su alumbramiento. Su aliento emanaba un soporífero olor y sus labios parecían cubierto de un líquido resinoso. Con todas sus fuerzas había destrozado la corteza de la tierra a la altura del Sáhara y una gran grieta empalmaba la tierra de los Tuaregs con las proximidades de la India. Millones de litros de petróleo goteaban por doquier. Había nacido un nuevo hombre, entre el detritus de los mares subterráneos de petróleo que al irse agrietando la corteza terrestre no dejaban de manar ese líquido resinoso formando cascadas de una muerte negra mientras las acciones de las energéticas se desplomaban en Wall Street. Había llegado el momento de que la tierra abandonara al monstruo que había gestado en sus entrañas.
EL CENSOR
Durante el paseo matutino, el sol comenzaba a brillar en las hojas de los árboles, mostrando un esplendoroso verde que sorprendía por la llegada del otoño que siempre se relaciona con esas tonalidades más ocres y rojizas. Algunos ramilletes caían al suelo por el viento. Era otoño, efectivamente, pero el suelo estaba cubierto por hojas verdes y no por la típica hojarasca seca. El sendero se abría entre varias filas de árboles. El túnel llegó antes de lo esperado. Era largo, oscuro, algo más cálido que el exterior y repleto de grafitis. Cuánto amor, desamor, odio, rencor, decepción,... Todos los días un ciclista cruzaba aquel trozo de mundo envuelto en sombras para volver a salir a la luz. En un punto del mismo, el túnel cobraba la forma de un agujero negro como su fuera absorbiendo toda la materia. Un día, el ciclista desapareció ante mis ojos por aquellas sombras pues la oscuridad se adueñaba por un instante de aquel reducto de mundo. Una vez sorteado el insondable laberinto de negrura apareció de nuevo la luz y cobraron fuerza y vistosidad esos edificios industriales con sus grandes ventanas, reflejando la arboleda, los cables eléctricos y hasta haciendo de espejo para las raudas aves que atravesaban aquel espacio. Algunos cristales proyectaban caprichosos reflejos, extraños movimientos que bien pudieran ser de las ramas de los árboles en su festival de otoño. En uno de aquellos cristales se antojaba la silueta caprichosa de una joven preparándose para afrontar el nuevo día. Era un edificio de oficinas, pero se diría que estaba vistiéndose con movimientos suaves, en ocasiones, estáticos. Un pájaro cruzó el escenario y el sol proyectó con fuerzas sus rayos solares sobre aquel ventanal que aún conservaba el resquicio de una farola que pugnaba con los rayos solares como queriendo resistirse a ese impúdico acto de perversa censura. Se baja el telón.
DESESPERACIÓN
La cabeza alargada y amorfa permanecía anclada en las muletas del sueño. La noche fue demasiado larga. Un hormiguero recorrió mi mente en un espacio blanco y vacío. La cabeza permanecía quieta, con los ojos cerrados mientras un sudor frío empapó mi frente. Un ejército de hormigas emergió de su interior rompiendo la fría y gelatinosa membrana que envuelven los cuerpos que contienen un halo de vida, mientras la cabeza iba cobrando tonos amarillentos igual que una gran costra de queso pegada a una forma inhumana.
¡Qué pena nos causa el dolor humano! La cuestión es que en el sueño la humanidad se pierde y el dolor ajeno desaparece. Solo nos invade nuestro propio egoísmo y nuestro miedo a dejar de arañar en más sucio resquicio de tierra. Tal vez Warhol disfrutó en un sueño diseñando aquellas sillas eléctricas o el populacho de la España inquisitorial mientras quemaban a un vecino en un Auto de Fe. Menos mal que solo son sueños y en los sueños solo importamos nosotros. El sueño nos evade de la crueldad, de la herida, de la quemazón, de la víscera. Cuando el hombre consigue traer el sueño a su vida pierde la categoría de humano; se convierte en el ser más egoísta de la creación siendo capaz de las perversiones más atroces.
La cabeza ya es un amasijo de carne devorado por las hormigas sobre un paisaje desértico. En la lejanía, el amor se confunde con la desesperación con el vano recuerdo de una vida que ha perdido su dignidad para convertirse en un reflejo del hombre maldito, expulsado del Edén.
El fruto del odio y de la indiferencia nos ha convertido en seres salidos de los sueños más profundos, en máquinas amnésicas de lo que una vez llamaron humanidad.
EL NIÑO QUE CONTABA HORMIGAS
Nathan salió a pasear al parque. Hacía una mañana helada de invierno. Su madre había decidido ponerle ese nombre por el personaje de Brooklyn Follies, una novela de Paul Auster que había leído cuando su mejor amigo se la regaló en un periodo de convalecencia en el hospital comarcal unos días después de sufrir una rotura de cadera a las pocas semanas de divorciarse. La novela comienza con la frase "estaba buscando un sitio tranquilo para morir...". No podía comenzar una lectura con peor pie, aunque le solía pasar con los relatos de Woody Allen o Tom Sharpe, y terminaba con una sonrisa en los labios a pesar de que la vida había optado por regalarle días nublados.
Pero los días aciagos no iban con Nathan. Le habían diagnosticado sobredotación y cada vez que su madre se paraba a hablar con una amiga, esta solía hacer referencia al cociente intelectual que le habían sacado en el colegio a su hijo. En esos momentos, Nathan aguantaba una mirada perdida.
Ni siquiera le gustaba su nombre. Muchos habían optado por llamarle "el natas", "natillas" o "café irlandés", tal vez porque tenía toda la cara cubierta de pecas. El niño se limitaba a observar en aquellos momentos los troncos de los árboles que sembraban la avenida de regreso a casa sin hacer apenas caso a la lista de habilidades que atribuía a su hijo. Las hormigas correteaban por las cortezas arbóreas como buscando la piedra filosofal. Qué interesante la vida de aquellos bichitos- pensaba Nathan. ¿Cuántas caminan juntas? ¿Por qué lo hacen? ¿Cuál es el objetivo de esa afanosa existencia? Cuando Nathan se ponía a contemplar las hormigas en el patio de su casa, su madre aparecía súbitamente, como una aparición angelical, provista de un líquido fumigador que expandía por el ambiente al grito de ¡fuera bichos!. También regaba el suelo con aquel mortífero compuesto. En unos segundos, los últimos ejemplares dejaban de mover sus patitas. La madre se dirigía a Nathan con tono conciliador a la voz de ¡no permitas que esos bichitos se te metan en los zapatos! Luego se te suben por la pierna y quién sabe...
En ocasiones, el hermano de Nathan, Raúl, solía tomar la delantera a su madre y, provisto de un mechero, los iba chamuscando conforme aquellas diminutas criaturas iban pasando ante sus cáusticas manos. En ese momento, Nathan se desplazaba, silencioso, en busca de algún seto o arbusto para seguir aquel espectáculo que algunos se empeñaban en ignorar. Una hoja fue meciéndose desde la copa de un árbol mientras iba cayendo al suelo; en algún punto del universo eso podría suponer toda una vida, pensó Nathan. Sobre la hoja, dos hormigas habían logrado permanecer pegadas durante la caída. Al llegar al suelo, movieron las antenas y se perdieron debajo de un montón de hojas, tal vez donde solo pudieran ser vistas por la única mirada limpia entre aquellos extraños seres que se sentían tan incómodos con la naturaleza.
¿CÁUSTICO O CAÚSTICO?
El monologuista francés quiso despedirse aquella noche de su querido público al que había entretenido durante veinte años con sus chistes, reflexiones y trucos de magia. La última noche en "La ballena azul", el local donde actuaba y que iba a ser clausurado por amenaza de derribo, prometía ser memorable. La sala se llenó aunque el público temía que la ovación fuese tan fuerte que el edificio se viniese abajo. Por eso Jacques, el monologuista francés, pidió que agradecería mucho más el silencio como signo de aprobación. El artista iba provisto de su frac y su sombrero de copa y se dispuso a ofrecer su último espectáculo de magia.
¡Señogggas, señoggges! ¡Muchas gracias por asistiggg a este gran y último espectáculooo!
¡Y pummmmm! Desapareció. El público quedó estupefacto.
El dueño del local comenzó a espantar a la clientela que había quedado cubierta de un polvo blanquecino, probablemente de la propia desintegración del artista. El monologuista francés había querido ofrecer gratuitamente un espectáculo para aquella noche antes de que el local cayera en manos de una agencia inmobiliaria.
El denso humo flotó por el ambiente hasta disiparse por completo. El propietario terminó de ordenar parte del mobiliario que había quedado disperso por la estampida. Encendió un cigarrillo exhaló una primera bocanada de humo larga y pausada. Las volutas de humo iban perdiéndose por el infinito, uniéndose a aquel polvo blanco emitido por la explosión. El humo simulaba todos los tipos de acentos en el aire, mientras la brasa del cigarrillo iba pegándose a los labios del afanoso propietario que ni siquiera se percató de la presencia del cuerpo vaporoso del artista flotando sobre la desierta sala.