Las colinas peladas de Marte
Juan A. Flores Romero
He acariciado por última vez
ese libro que escribí en la noche de la vida,
el testamento perdido de Peter Sadusky;
ese legajo que jamás verá la luz
mientras mis ojos la tengan
y mi memoria no sea pasto de alimañas
en la oscuridad perdida del olvido.
Aún recuerdo retazos de existencia
entre aromas de hierro y azufre,
con mi mirada perdida, esclavo de la anosmia
que me separa del cosmos cuando cierro los ojos.
Ya atravesé el cinturón de van Allen
justo en el instante en que mi mente
perdió el contacto con la atmósfera,
difuminando mis sueños y haciéndolos saltar en mil pedazos.
Hoy leí su testamento,
que es el mío,
cuando mis emociones se apoderan de la razón
a través de los sueños,
en cuyo seno aún permanece la silueta
de un hombre abrasado
que despertó a la vida oliendo a fósforo
y que pasó largos años dormitando con gafas
porque sus sueños eran borrosos.
Hoy he logrado leer unas líneas de esos papeles
raptados al olvido
en el ocaso de una realidad que se dobla,
que se funde, que se disuelve
entre las brumas de una existencia
que nos engañó mientras permanecíamos
quietos ante la adversidad.
He logrado concluir unas líneas que me sitúan de nuevo
bajo la atmósfera marciana en la que resido,
creyendo volar entre praderas y lagos barridos por un viento tóxico
mientras acariciaba las amarillas hojas
de un cuaderno que reflejaba las peladas colinas de Marte
en un sueño crepuscular,
en medio de un paisaje tintado de rojo
en el que apenas lograba articular palabra,
ni tan siquiera recordar mi nombre
ni la mano que me sostiene mientras se borran
todos mis recuerdos,
disueltos en la efervescencia de una vida
de la que apenas quedaron sino sólidos fragmentos
diseminados por una gélida arena sobre un mar de silencio.