Los espectros de la cuesta de Moyano
Juan A. Flores Romero
- Y dice usted que en este lugar es donde el gremio de libreros se gana la vida.
- Unos cuantos quedan por aquí.
- Aún recuerdo el día en que compré aquel artilugio del diablo que me quitó la vida.
- Querrá usted decir que le ayudó a quitársela.
- En realidad yo no quería morir, pero las circunstancias mandan.
- ¿Lo hizo por España?
- ¡Qué barbaridad! Nadie muere por un ideal tan elevado si no tiene algo más concreto por lo que pelear y llorar. La patria, querido amigo, son los hijos, la esposa, el hogar, un patrimonio que proteger.
- Luego dicen los libros que lo hizo por la mala situación del país...
- Los escritores se ganan la vida garabateando lo que otros quieren leer.
A Larra no le había sentado nada bien la muerte; su rostro parecía tan emborronado como una acuarela en manos de un pupilo inexperto. A Dionisio Miranda parecía no incomodarle ese pequeño detalle. El verano había hecho aumentar el índice de radiación solar en todo el país; quizá por eso el espíritu de Larra volvió a la vida y comenzó a deambular por Madrid hasta que dio de bruces con Dionisio Miranda. El romántico llevaba demasiado tiempo en letargo pues no reconocía aquel pedazo de mundo entre el Paseo del Prado y la verja que daba acceso al Retiro por la puerta del Ángel Caído.
- En mi época esto perteneció a los jardines del Buen Retiro -indicó Larra con voz balbuceante.
Es curioso que la gente suele crear una imagen idílica de un personaje célebre. Larra podría ser un caballero apuesto, con un timbre de voz grave, aseado, culto y con una dicción envidiable. Salvo por su inclinación a la curiosidad, que le otorgaba ciertos aires de inteligencia, aquel escritor del XIX era un ser que podría pasar bastante desapercibido. Es más, tenía un aspecto bastante vulgar. O tal vez era la imagen que proyectaba su espectro, pues era lo único que podía distinguir Dionisio Miranda, un mendigo que pasaba las noches dando calor a los muros del Ministerio de Agricultura, un majestuoso edificio que asombraba a más de un viajero al salir de la estación de Atocha. Dionisio había explicado a D. Mariano José de Larra que el palacio que representaba a los hortelanos, vaqueros y pescadores de cangrejos, aunque habitado por grises funcionarios de carrera, daba ahora la cara a una estación de ferrocarril y que aquel ingenio -ideado en el siglo XIX- había sido traído de Inglaterra en la época de Isabel II.
- ¡Qué de cosas me perdí por usar tan tempranamente el artilugio que debía servir para batirme en duelo! -dijo Larra.
Era temprano y el paseo del Prado se convirtió en un ir y venir constante de viandantes, algo que asombró al curioso escritor romántico que apenas podía recordar vagamente el lugar que estaba pisando, si no fuera porque a lo lejos se podía divisar algo de vegetación que podría pertenecer al Buen Retiro. Le llamó la atención el asfalto, los diablos con ruedas que no cesaban de ir y venir, y de proyectar andanadas de humo que otorgaban al escenario un aire de catedral en el sacro momento de airear el incensario. Pero aquello era peor... ¡olía a azufre!
- Mire, don Mariano -dijo Dionisio dirigiéndose a Larra- están abriendo los puestos de libros. Si quiere, podemos ir a echar un vistazo.
Tras más de media hora sin mediar palabra, Larra no pudo evitar hablar de lo asombrado que estaba entre aquellas mesas de madera repletas de libros, revistas y hasta una sección que habían denominado bestsellers.
- ¿Qué diantre es un bestseller? -espetó don Mariano a Dionisio Miranda.
- Son libros que se venden mucho. Algunos terminan en las papeleras. Y cuando pasan de moda, los encuentras al mismo precio que los libros clásicos en edición de bolsillo.
- He podido consultar algunos y no me han parecido muy ilustrativos.
- Para nada lo son. En este país solo tienes que conocer a un buen amigo editor y escribir una sarta de imbecilidades. O conseguir la fama por televisión y contar las miserias de tu vida a unos perfectos desconocidos ansiosos por leer algo que les despierte de sus anodinas vidas ancladas a un sofá.
- No he entendido nada. Especialmente eso que ha dicho de la televisión...
- Ah, se me olvidaba que usted viene de la era preindustrial -dijo Dionisio con aire de sorna-. Hay muchas cosas que no entendería de este mundo de hoy. En este lugar podrá encontrar pantallas en las que salen personas que están hablando a miles de kilómetros o incluso que pueden estar muertas desde hace veinte años.
- ¿Otros volvieron a la vida antes que yo?
- No, no se trata de eso. Están más muertos que usted... por lo que veo. Además, en su caso, puede presumir de ser el fantasma de un periodista del XIX que se voló los sesos por culpa de un país que le había defraudado.
- Y dale -replicó Larra.
- Bueno, al menos eso es lo que ponen los libros.
- Si es como algunas cosas de las que he leído, es posible que quien lo escribió no hablara con mucho rigor. ¿Y dice que yo aparezco en los libros? -agregó.
- Al menos en los que utilizan los escolares. Pero, vamos, usted es en todo caso una pregunta de selectividad y luego desaparece de sus vidas. En el peor de los casos, forma parte de una aburrida sesión de literatura. Por cierto, los escolares solo despiertan en las clases cuando oyen la palabra "suicidio"... y preguntan seguidamente que de qué calibre era la pistola utilizada.
- Caramba... -añadió Larra- ¿Y qué es eso de la selectividad?
- No lo entendería. Es una prueba de conocimientos para ver quién es más apto para estudiar en la universidad. En realidad, la vida de los escritores son aprendidas por un puñado de jóvenes imberbes para poder acceder a los estudios que desean. Luego desaparecen por un agujero negro, que no me voy a molestar en concretar qué significado tiene. Yo mismo - añadió- encontré una vez uno de sus libros en una papelera. Pude rescatarlo, pero como le faltaban hojas lo utilicé para envolver un poco de fiambre que me habían dado unos escolares que salieron a fotografiarse con los pobres para un trabajo del colegio.
- Entiendo. Mi obra no interesa a nadie. ¿Es lo que quiere decir? -parecía que lo de los escolares no le había llamado la atención- .
- En este país, don Mariano, pocas cosas han cambiado. La Inquisición fue abolida, pero se sigue prejuzgando a la gente. Hay más tecnología pero seguimos siendo igual de inhumanos. Podemos comunicarnos con un sinfín de artilugios pero cada vez hay más gente que sufre en soledad. Vivimos más años aunque no hemos entendido el significado pleno de sabernos vivos. Seguimos echando las mismas ramas que en su siglo XIX.
- Aquello fue peor, sin duda. Mire usted, bajo este suelo que pisamos, había una tierra pantanosa que pertenecía el Buen Retiro, un capricho del conde duque de Olivares que ofreció a su rey, Felipe IV, y que formaba parte de aquel villorrio que ya llamaban Madrid. Los Borbones soñaron con una ciudad más moderna y por eso trajeron a sus ministros italianos que contaban con mejor gusto. Pero su pueblo montó un motín.
- Sí, querido romántico, aquel famoso Esquilache no contó con la devoción del pueblo de Madrid. Demasiado ilustrado. Pero Madrid floreció. Y esto, donde estamos, también fue parte del jardín botánico, y un zoológico y hasta un lugar de encuentro para el intercambio de libros antes de la guerra.
- ¿Otra vez los franceses? -intervino Larra con notoria curiosidad.
- No, don Mariano, ahora tocaba una guerra civil. Este lugar en el que estamos, atestado de libros, fue en su día un punto de intercambio de cultura y ya en la II República se planteó establecerse como un punto de venta para los libreros de Madrid. A algunos les gustaba más el Paseo del Prado, pero ganaron aquellos que querían establecerse en esta Cuesta de Moyano.
- Habla de guerras y repúblicas... y me resulta extraño y grato al mismo tiempo que este país haya sido contaminado por los aires que venían del otro lado de los Pirineos.
- Sí, fue un periodo convulso, pero usted llevaba un siglo muerto y no había erupciones solares de tal magnitud que le volvieran a la vida... aunque no se lo crea demasiado porque no pasa de ser un fantasma que pasea con un mendigo por las calles de Madrid. Y no se preocupe por su imagen. A aquel que huele a mendigo nadie le mira. Los ojos se vuelven ciegos ante la pobreza, por eso yo soy, si cabe, tan invisible como usted.
- Y, dígame, ¿quién fue ese tal Moyano?
- Bueno... don Claudio Moyano fue un ministro de Instrucción Pública. Hoy le llamaríamos de Educación. Ahí abajo estaba su estatua de bronce.
- Sin duda, amigo mendigo, la educación debe ser ahora un eje vertebrador para este país.
- No se engañe, don Mariano, la educación nunca interesó a este país de pícaros y validos. Es más, siempre fue un arma política.
- No me hable de armas... que las carga el diablo. Yo la quería para batirme en duelo y fíjese... un desgraciado accidente.
- Ya, ya, entiendo... -intervino el mendigo poco convencido-. Pero, como le decía, la instrucción en este país no pasa de estar al servicio de aquellos que ostentan el poder. La tecnología, los avances, las metodologías,... todo ello en nada favorecen a la formación del individuo. Un vástago puede salir de la escuela siendo un animal con forma humana y sin tener criterio alguno para tomar decisiones importantes para su vida.
- Pues, fíjese, yo pensaba que con tanto progreso algo habría cambiado en las vidas de las personas.
- Desde luego; cada vez son más exigentes con el prójimo, más intolerantes con el diferente, más laxos con sus hijos, con más amigos al alcance de la mano, pero más vacíos por dentro cuando se trata de amar a alguien.
- En mi época todo era más duro, pero había valores. El honor, la familia,... y hasta algunos estaban dispuestos a morir por una patria que luego podía traicionarlos. Me resulta difícil entender que con todos los avances que han hecho la vida más cómoda haya que estar hablando de soledad, de vacío y de indiferencia.
Don Mariano no salía de su asombró. Aquella mañana, acompañado de un ser tan invisible como él, le había despertado el deseo de volver a las tinieblas de las que venía. Miró al cielo. Comprobó que estaba turbio.
- Hoy solo circulan los pares -espetó Dionisio-.
Pero él no entendió nada y prefirió no preguntar. Podría referirse a los pájaros o tal vez el verbo circular había cambiado de significado.
Todo el tiempo que duró la erupción solar dejaron de funcionar los semáforos por lo que se había formado un caos monumental a ambos extremos de la cuesta de Moyano. Don Mariano miró a uno y otro lado; luego posó la mirada en algunas ediciones que estaban cuidadosamente encuadernadas si bien presentaban sus lomos amarillos. Pensó que había escritores que aún no habían nacido y ya se hablaba de su muerte y de su legado. Hojeó varios volúmenes que hablaban de guerras y conflictos con el que él siquiera llegó a imaginar. Y pudo leer un ejemplar que rezaba "Crisis de fin de siglo: el ocaso del imperio español". No podía comprender que un país que hubiera terminado pisoteado por otra potencia hacía apenas unas décadas pudiera tener ese aspecto, pero Dionisio le explicó que antes de todo esto habían venido conflictos, revoluciones, guerras, dictaduras y exilios... y que cada momento histórico tuvo sus penas, sus miedos y sus muertos.
La amena conversación les llevó a la parte alta de la cuesta, desde donde ya se divisaba la vetusta verja del Retiro y la puerta del ángel caído, que conducía a esa bella escultura que representa el custodio del bien que optó por seguir el camino del mal.
Un semáforo ya comenzaba a mostrar señales luminosas. Una pantalla inició una sarta de mensajes publicitarios. Había vuelto la luz a Madrid. Ya se había disipado aquel episodio de erupción solar que habían vaticinado unos astrónomos unas semanas antes. Dionisio Miranda miró al cielo, como lo hiciera Larra un instante antes de desaparecer de su lado. Había estado hablando con el célebre autor de "Vuelva usted mañana", el mismo que le había confesado que su intención no era suicidarse sino tal vez batirse en duelo. Pero eso no le quedó claro.