Marranos y judíos, ¿eternos proscritos? 

30.05.2021

Juan A. Flores Romero


¿O estás conmigo o estás contra mí? Los marranos o B'nei anussim, como se les llama en hebreo, han experimentado desde tiempos muy temprano el desprecio de su comunidad de procedencia (la judía) y la de destino (la cristiana). Son la verdadera imagen del judío errante, del falso converso o del falso judío, depende del punto desde donde se divise. Pertenecientes durante más de un milenio a las comunidades hebreas de España y Portugal, algunos de ellos han vivido durante siglos en la más absoluta de las oscuridades. Tal es el caso de la comunidad de Belmonte (cerca de la raya de Portugal), un pueblecito que ha recuperado sus raíces judías y cuyos vecinos eran conscientes de sus orígenes, manteniendo en secreto muchas de sus costumbres. Algunos de ellos terminaron emigrando a Israel en la segunda mitad del siglo XX, volviendo a la antigua fe de sus ancestros o simplemente viviendo como miembros de una comunidad cultural a la que se sentían llamados. Porque el marrano o criptojudío no implica necesariamente una fe firme en la religión mosaica sino el reconocimiento de su historia, de sus raíces, de sus costumbres, de sus lazos con sus hermanos de sangre. La expulsión de los judíos de España en 1492, que vino precedida por las conversiones forzosas en época de Sisebuto (siglo VII), por las matanzas y asaltos a las juderías de 1391 o por las conversiones masivas de las primeras décadas del siglo XV, alentadas por las homilías de San Vicente Ferrer, dieron al traste con un pueblo que había vivido cohesionado en la Península Ibérica desde tiempos inmemoriales. La historiografía ve cada vez más plausible que el asentamiento de judíos en Hispania fuese anterior al nacimiento de Cristo por lo que la acusación de pueblo deicida se cae por su propio peso, aparte de que es como si culpásemos a todos los conquenses por el crimen de Cuenca. Esta cuestión formó más parte de una contienda interreligiosa que de una cuestión puramente teológica o histórica. Tampoco hay que olvidar que las primeras comunidades cristianas fueron judías, que los cristianos no se podían ocultar "por miedo a los judíos" (tal vez sería más correcto decir a la casta sacerdotal y sus secuaces) ya que hasta mediados del siglo I la unión entre judíos y seguidores del mesías de Nazaret era más que evidente. Los primeros cristianos continuaban asistiendo a las sinagogas y seguían normas y conductas propiamente hebreas. Es más, su Dios Padre seguía siendo Yahvé hasta que tras siglos de debates internos se fue asentando la teología propiamente cristiana con un fuerte componente romano: no olvidemos que la Iglesia se fue romanizando y deshebraizando conforme avanzaban los siglos, de ahí el debate y las disputas crecientes entre la iglesia y la sinagoga. Personalmente, opino que ambas son religiones hermanas y que beben de la misma fuente, si bien las diferencias teológicas son más que evidentes. También la judía fue una religión en construcción desde la época de Abrahán, pasando por Moisés o por Josías, los macabeos o la transformación de un judaísmo templario en uno puramente sinagogal.

      Durante muchos siglos los judíos fueron asentándose en diversos lugares de Europa. Las distintas expulsiones hicieron de este pueblo itinerante una sociedad plural y rica en matices si  bien las normas judaicas variaron poco a lo largo de los siglos. La expulsión de 1492 supuso un verdadero dilema para este pueblo. En aquella época los judíos vivieron un auténtico estado de "shock". Se piensa que apenas poco más de un tercio decidió marcharse con las escasas posesiones que se les permitía. Algunos de ellos tenían contactos con familiares que habitaban en otros puntos de Europa o del Mediterráneo. Conversión o expulsión. La población judía de Castilla, eminentemente rural y económicamente modesta (artesanos, pequeños comerciantes, bodegueros,...) quiso mantener en un buen número su condición de castellano por encima de la de judío. Pero la Inquisición no lo iba a poner fácil. Era necesario convertirse a la fe cristiana y observar la recta moral católica. Algunos de ellos eran sorprendidos judaizando con el tiempo, volviendo a viejos ritos de sus antepasados o simplemente eran víctimas de oportunistas que pretendían saldar deudas con ellos en las llamas de la hoguera, pues muchos de los quemados fueron denunciados por cristianos viejos que pretendían evitar pagar una deuda con la muerte del acreedor. A todo esto siguieron siglos de duda acerca de la fe real de los nuevos conversos, el estatuto de limpieza de sangre (evitaba que los que tuviesen antepasados de sangre judía pudiesen optar a cargos públicos). ¿No es esto sino el origen del antisemitismo? ¿Descubrieron algo los rusos con sus pogromos o los nazis con sus persecuciones? Ya no se trataba de vivir en paz tras la conversión sino de cuestionar el linaje del cristiano nuevo impidiéndole una igualdad efectiva con el resto de súbditos (que no ciudadanos). Hasta 1834, fecha en que se abolió definitivamente el Tribunal del Santo Oficio (por cierto, tenía más de civil que de eclesiástico) gruesas mantas permanecían enrolladas en los muros de las iglesias con nombres en su interior de sentenciados en el pasado por judaizar. Ese hecho podía marcar a generaciones posteriores posiblemente compuestas por cristianos sinceros, o al menos tan sinceros como el resto del vulgo. Tirar de la manta se convertía en un hecho denigrante, pues dejaba en evidencia a familias enteras frente a la comunidad a la que pertenecían.

      El marrano, pese a que actualmente muchos de sus descendientes han optado por volver a la fe mosaica, en algunos casos  más por un rancio sentimentalismo que por una fe auténtica, no trata necesariamente de reafirmarse como judío sino como parte del Pueblo de Israel, como hijo de una comunidad milenaria que ha ido transformándose a lo largo del tiempo merced a todos los avatares de la historia por los que ha pasado. Es la idea que fluye en el libro de Trudi Alexy, "La mezuzá en los pies de la Virgen". Gran parte de los conversos terminaron aceptando la fe cristiana -pues son muchos los puntos en común con el judaísmo-, incluso algunos de ellos formaron parte de la jerarquía eclesiástica y del bajo clero. Uno de los casos históricos más conocidos fue el de Salomón Ha-Levi o Pablo de Santa María, teólogo y obispo de Cartagena y de Burgos, y que previamente a su conversión tras las revueltas antijudías de 1391 había sido rabino mayor; o el de la familia Coronel, encabezado por Abrahán Senior, antiguo rabino mayor de Castilla, protegido de los Reyes Católicos, por su condición de funcionario de hacienda y banquero, a los que por cierto no atribuyo el antisemitismo feroz de otros mandatarios posteriores. De todos modos, el antijudaísmo fue endémico en España incluso hasta épocas recientes. Desde el siglo XVII, familias judías se fueron asentando nuevamente en España sin hacer ostentación de su fe e incluso algunos viajeros y comerciantes europeos y norteafricanos de origen hebreo pisaron suelo español comerciando o financiando a los poderosos de la época. Si no hubiese estado presente este factor judío, Francisco de Quevedo no hubiese escrito su "Execración contra los judíos" en el siglo XVII. Este tipo de libelos y obritas de dudosa calidad literaria proliferaban precisamente porque la vinculación de los judíos con España nunca desapareció. Algunos conversos en décadas y siglos posteriores huyeron a los Países Bajos o a otros puntos de Europa abrazando su antigua creencia.

      Los criptojudíos o marranos sobrevivían manteniendo vivas sus costumbres. Hacer limpieza los viernes, bañarse frecuentemente, no comer manteca de cerdo, encender velas en sábado, ayunar en Kippur,... fueron costumbres que se mantuvieron e incluso se fundieron con algunas costumbres cristianas. Es curioso, por otra parte, que las principales fiestas judías coincidan con las cristianas: Janucá (Navidad), Purim (Carnaval previo a la Cuaresma), Pésaj (Pascua), Shavuot (Pentecostés),... son algunos ejemplos. Santa Esther, por poner un ejemplo pasó al santoral cristiano, cuando era una fiesta de origen judío. No fueron pocos los marranos que terminaron formando parte de cofradías y hermandades e incluso la devoción mariana era vista por los marranos como el culto ancestral judío a la Sekhinah, la presencia divina o, como algunos llaman, el lado femenino de Dios. El judío puede utilizar la Sekhinah como intermediario entre Dios y los hombres igual que muchos cristianos con la figura de María. No es difícil en este contexto compaginar las tradiciones ancestrales con la nueva fe cristiana. Se trataba de adaptarse para mantener la raíz, aunque transformando la mayor parte de hábitos y costumbres con el paso del tiempo.

     Aun así, los B'nei anussim, esos grandes proscritos por las propias comunidades judías, acusados de traición, siguieron manteniendo su identidad como pueblo, preservando normas de higiene, de alimentación y ciertas oraciones y canciones que eran transmitidas de padres a hijos, especialmente por vía materna. No eran pocas las madres o abuelas que susurraban alguna oración a sus vástagos, si  bien el hebreo se perdió como lengua de esta comunidad. Realmente también existe mucho mito al respecto, ya que el hebreo fue una lengua meramente litúrgica y el lenguaje de los hebreos en la calle y en la cotidianeidad fue el mismo que el de sus vecinos cristianos. Gran parte de la escritura que conservamos en edificios judíos es aljamiada, es decir en castellano con caracteres hebreos. Al prohibirse los textos en la lengua judía fue complicado mantener ni tan siquiera el propio alfabeto.

     La asimilación de los marranos fue tal que la mayoría abandonó sus viejos apellidos hebreos (que tan solo podríamos identificar en árboles genealógicos previos a la conversión masiva), la práctica de la circuncisión e incluso la costumbre de no comer cerdo. Un claro ejemplo de ello son los chuetas, una comunidad criptojudía que pervivió hasta la actualidad en Mallorca gracias a la plena asimilación con las costumbres cristianas. La única peculiaridad en este tipo de comunidades es que eran raros los matrimonios con personas ajenas al entorno y la mayoría de los matrimonios se realizaban entre los miembros de las mismas comunidades. Es por ello que los apellidos de los conversos se repiten tanto: hay una famosa lista de apellidos sefardíes publicada por el gobierno de Israel -muy comunes, por cierto- e incluso esas relaciones se pueden ver en las listas de sentenciados por el Santo Oficio a lo largo de la Edad Moderna. Yo he tenido acceso a muchos de estos apellidos en los procesos iniciados en la Meseta Sur, especialmente en Andalucía.

      Algunos de los arquitectos y artesanos de origen hebreo quisieron hacer un guiño a su linaje desde la Edad Media, sin que por ello la iglesia tomase medidas efectivas. En algunos momentos y lugares la población se mostró tolerante con los de sangre hebrea. Así, por ejemplo, la catedral de Burgos luce en el rosetón, perfectamente trazada, una estrella de David, a la vista de turistas, estudiosos y curiosos, frente a la casa de Calisto y Melibea, personajes de La Celestina, escrita por Fernando de Rojas, un judío converso igual que lo fue el gran maestro y teólogo fray Luis de León, quien probó la hiel de la mazmorra por su condición de hijo de Israel.

     Los marranos con consciencia de su origen no han reclamado necesariamente su condición de judíos sino su pertenencia al pueblo de Israel dentro de su fe, adoptada hace quinientos años y con la que muchos se han identificado a pesar del desprecio de muchas comunidades en distintos momentos de la historia, especialmente en aquellos en que imperó el cerrojo, el potro de tortura y la exclusión social de una rama de esas tribus de Israel que fueron despreciadas también por los de su misma sangre.

     Aunque en España hay apenas 40.000 judíos censados, el odio o el recelo hacia esta etnia es más que patente. Y no solo por la controvertida cuestión palestina ya que apenas la mitad de los judíos tienen nacionalidad israelí. Otros muchos son nacionales de decenas de países y ni siquiera pisarán el suelo de Israel, otros quizá sean descendientes de conversos y otros muchos más conservan en su cuerpo alguna gota de sangre hebrea, esa misma que corrió durante muchísimos siglos por las venas de decenas y decenas de generaciones. Actos como el que aparece en el vídeo del inicio evidencian el clima de odio y sospecha que siempre se albergó hacia los miembros del eterno pueblo de Israel, y nos recuerda al que un día experimentaron los marranos o judíos conversos en aquella España en los que la misma condición étnica te colocaba en una continua sensación de sospecha... solamente por su naturaleza hebrea que gestó el mismo odio que hizo languidecer a Ana Frank en el terrible campo de Bergen Belsen o que llevó a la monja carmelita Edith Stein a la muerte en Auschwitz, en 1942, por su condición de hija de Israel. "¡El judío es el culpable!" ha sido el lema de siglos de intolerancia, una y otra vez avivado por los radicales de turno, y ha servido para estigmatizar tanto al pueblo judío disperso por el mundo como al pueblo converso que tuvo que soportar siglos de injusta vigilancia por parte de los que creyeron -quizá erróneamente- sentirse los únicos herederos de un modo exclusivista de ser y estar en este suelo que pisamos.

     

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