Los pirómanos de Alejandría

26.07.2020

Juan A. Flores Romero


Sin duda la construcción de aquella magna institución, la Biblioteca de Alejandría, fue un signo del poder que aún ostentaba el Imperio Egipcio. El griego ya fluía por las sociedades, los círculos intelectuales y el mundo comercial que vivía en plena era helenística. El siglo IV a.C. fue el del desarrollo y expansión de la cultura griega y hasta en la época de Jesucristo, más de tres siglos después, el griego seguía siendo la lengua internacional del Mediterráneo junto con un incipiente latín que algunos entendieron como lengua invasora. Ptolomeo III hizo acopio de grandes obras de la antigüedad helena (Eurípides, Sófocles o Esquilo) y todo cuanto caía en sus manos o en las de sus ávidos viajeros eran entregadas a la institución que se estaba formando en la ciudad alejandrina. La obsesión de los bibliotecarios era tratar de conservar aquellos materiales, ordenándolos y catalogándolos por géneros y autores. Hay que tener en cuenta que gran parte de ellos eran tablillas y pergaminos, no podemos tener en mente la idea de biblioteca convencional que existe hoy en día en nuestras ciudades.

La función de los estudiosos era traducir y desentrañar aquellos mensajes y conocimientos que muchos matemáticos, físicos, astrónomos o filósofos del mundo antiguo trataron de perpetuar, al menos para deleite y educación de sus discípulos más cercanos. La cultura en aquella época era muy local y el teorema de Pitágoras no se hubiese popularizado si no fuese por la acción de estas academias que velaron por la cultura.


La bibioteca era, pues, un siglo de prestigio político. Por eso algunos intentaron destruirla, al menos parcialmente. Hablamos de Julio César, de Teófilo de Alejandría o de Omar de Damasco. Especialmente, fue virulenta la persecución emprendida por Teófilo y la secta de los parabolanos contra aquella institución que consideraban pagana y contra otros siglos que a su juicio atentaban contra el incipiente cristianismo de aquella zona del Mediterráneo. Había que asegurarse de que ninguna teoría o creencia interfiriera en la literalidad de las Sagradas Escrituras. Por eso fue asesinada Hypatia de Alejandría de la que se han escrito muchos trabajos, alguna película como "Ágora". Por cierto, un año antes del estreno de aquella obra de Amenábar inscribí en el registro una novela cuyo trasfondo relataba aquellos últimos días de la gran institución alajandrina. El libro se titula "La caja de las fieras" (escrita entre 2007-2008), y os dejo un fragmento y el enlace:

"La calle no era el mejor escenario para una mujer. Y menos para Hypatia. Ya había sido puesta en el punto de mira de muchos fanáticos religiosos que ansiaban ver desaparecer todo lo que suponía progreso y conocimiento. Estos radicales, en su mayoría monjes afines al patriarcado, habían jurado arrasar todo vestigio de soberbia. Consideraban a los científicos lacayos del Demonio. Veían la luz del progreso como un guiño al Maligno. Y consideraban a cualquier pensador pagano enemigo de Dios.

Alejandría bullía de gente en aquellos días. Los mercaderes se agolpaban a ambos lados de las calles principales ofreciendo su mercancía llegadas de varios puntos del Mediterráneo, especialmente de las costas de Asia Menor. Entre aquellos magos del dinero y del engaño se hallaban varias decenas de mujeres que no dejaban de gritar, como todos los demás, sus mercancías. Un barco cargado de especias, una remesa de esclavos, un pedido de maderas hecho a una factoría de las costas de Tiro. Todo aquello formaba parte de la cultura urbana de la vetusta Alejandría, cuna de celebridades y tierra disputada por reyes que quizá habían sobrevalorado aquel suelo a veces tan inhóspito.


Una ciudad en pleno vigor económico siempre encierra rivalidades y tal vez una brizna de sabiduría. Hypatia recorría a buen paso aquellas calles. Era una mujer atlética, que dejaba ver entre los vaivenes de aquella túnica un cuerpo bastante bien

contorneado y esbelto. El cobrizo de su piel desprendía a su paso aromas a viejas especias. No era extraño teniendo en cuenta las horas del día que pasaba entre mercaderes de estos productos, que acudían a la academia con los olores incrustados en todos los poros de la piel, y por las frecuentes visitas de Hypatia al mercado alejandrino. Allí recibía y entregaba documentos repletos de conocimiento. Muchos de los mercaderes eran discípulos suyos. Cuando les era imposible acudir a la academia, Hypatia siempre sacaba tiempo para visitarlos. Su cara reflejaba una mezcla de serena armonía, de misterio y de oculta sabiduría. Su prominente pero bien dispuesta nariz, heredada de su padre, ofrecía un perfil atractivo e imponente más típico de un general romano que de una mujer de ciencia.

La biblioteca de Alejandría siempre estaba en la mente de la bella Hypatia. Pasaba allí muchas horas al día. Buceaba entre legajos, documentos, cartografía, fórmulas magistrales. Una gran sala repleta de libros en los cuales poder extraer lo mejor de la vida. Todos los ingenios y reflexiones de los sabios acumuladas en miles y miles de papiros y de pergaminos, todos ellos perfectamente enrollados por Ciro, el viejo bibliotecario. Una luz brillante del Mediterráneo entraba por los amplios ventanales del piso de arriba. Siglos de sabiduría bañados por el sol egipcio.

Hypatia ignoraba aún muchas cosas de aquella gruta de la gnosis más pura. Aprender es la tarea más noble del ser humano. Había oído tantas veces esas palabras de su padre... "El saber es la guía de nuestros sueños". "El conocimiento es la savia de la civilización". "No habrá hombre sabio que muera desgraciado". "En el aprender está toda meta sublime del hombre". "Y de la mujer", añadía con frecuencia la joven Hypatia. En las rodillas de su padre oyó hablar de los más grandes sabios de la antigüedad. Todos los conocimientos de Pitágoras, Ptolomeo, y también de Platón y Aristóteles. Incluso su padre, Teón, tuvo que proteger frecuentemente archivos y legajos de aquellos que veían en la cultura un peligroso vehículo de infelicidad o una peligrosa fiera que había que eliminar.

Una violenta secta religiosa, que había proliferado en Egipto, estaba asediando continuamente a los discípulos de la academia. Muchos de ellos fueron asaltados y desprovistos de los materiales y las anotaciones que llevaban consigo. En un mundo de ignorantes la sabiduría, y por ende los sabios, se convierten en un peligro bastante considerable. Los parabolanos, que así se denominaban los miembros de la secta, eran seguidores de Cirilo de Jerusalén, un hombre con fama de santo pero que había generado, al calor de su casta doctrina, un peligroso nido de serpientes dispuestas a llevar las delicias del Reino de Dios a todos los sectores de la sociedad. Aunque él predicó la mansedumbre y la tolerancia, sus miembros habían decidido que era más práctico imponer el reino con violencia y terror (...)".

                                               La caja de las fieras (Juan A. Flores, 2008).


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