Madrugada de otoño
Juan A. Flores Romero
La tarde había traído la misma capa anodina de la realidad cotidiana. Llovía. Tal vez no pasara de ser una sutil llovizna, pero oscurecía los cristales de los viejos edificios de la factoría en la que Esteban trabajaba. Un manto de rocío empapó la calle y los habitantes de aquella sombría ciudad abrían sus paraguas y se protegían como si estuviesen dando las campanadas previas al diluvio universal. Pensó Esteban que el cine era la única vía de escape para poder impedir tomar el té de la tarde que con tanto cariño preparaba Blanca y que echaba pacientemente desde la misma tetera, una herencia familiar que mostraba una capa de porcelana de difícil definición y muchas abolladuras fruto de un tiempo pasado, cicatrices de las peleas que sus padres protagonizaban en casa y que más de una vez la tetera sufrió en forma de arma arrojadiza. ¡Malditos objetos, ellos son los que nos hacen recordar nuestro oscuro pasado! Los objetos y los olores; reminiscencias que se quedan adheridas al cerebro y que, como heridas abiertas, de vez en cuando supuraban y comenzaban a emitir un hedor insoportable.
El té de la tarde estaba repleto de restos de camelia reseca flotando sobre un mar de agua y una pizca de azúcar; Blanca no solía colar aquellos restos por la creencia de que hacían más llevadera la digestión. Luego, a Esteban esos trocitos de hierba se le quedaban atrapados entre los dientes. Por un momento, solía pensar que aquella mujer ni tan siquiera sabía hacer una taza de té normal, como los que veía servir en el restaurante de la esquina o como aquellos que vendían en el supermercado en cajas de veinte unidades. Después de su trabajo solo le esperaba algún estofado de bote, que debía recalentar en el microondas, y un trozo de embutido y... ¡cómo no! ese maldito té, una sustancia asquerosamente olorosa adquirida en un herbolario en el que crecía la maleza en el quicio de la puerta y que ofrecía productos de dudosa salubridad. Pero Brígida, la propietaria del establecimiento, era amiga de Blanca y no podía dejar de comprarle sus productos; más aún cuando quedó viuda hacía un par de años sin ninguna otra fuente de ingresos. Esteban tragaba estoicamente aquel brebaje dibujando en su rostro una media sonrisa fruto del cansancio, de la melancolía o de la pura resignación con la que, día tras día, tenía que experimentar cómo su estómago fermentaba como si fuese un barril de chucrut.
Con una naturalidad pasmosa, tomó el teléfono y llamó al cine; quería asegurarse de que aquella tarde había sesión. Una empleada de voz aflautada se expresó en tono negativo: "es mala tarde y no vamos a proyectar". Se prevé que la gente permanezca hoy en sus casas". Esteban se asomó a la ventana y contó los postes de teléfono hasta que se perdían por la larga avenida. Apenas llovía. Era una fina pelusa de agua que milagrosamente había formado charcos, pero debe ser que aquello era suficiente para declarar la emergencia nacional en una tierra en la que apenas llovía durante todo el año. ¡Quién nos mandaría vivir aquí! -pensó Esteban. La idea del cine se esfumó y Blanca sorprendió a su marido con una visita inusitada. Era Brígida. Hacía tiempo que no la veía. Había cerrado antes de tiempo. Llegó a decir que en el último mes las ventas habían aumentado aunque cada vez que Esteban pasaba por delante de su negocio nunca había visto un solo cliente que no fuese Blanca o Raquel, la peluquera que iba de vez en cuando a comprar un poco de leche de soja en polvo en cuyo envase ya no aparecía ni la fecha de caducidad ni de envasado. Era muy probable que fuese un producto de la era antediluviana y que Raquel la destinara a un gato viejo que solía acudir frente a su ventana en las largas madrugadas de invierno pidiendo algo de comida.
La noche llegó y con ella el recuerdo de que mañana llegaba un día duro. Había que hacer balance en la factoría, lo que suponía quedarse un par de horas más. El momento exigía descansar para reponer fuerzas y prepararse para un día de sudor, lágrimas y alguna que otra taza de aquel brebaje que su encantadora mujer preparaba.
Esteban esperó aquella noche a Blanca sobre la cama. Él se tumbó primero, como de costumbre, y luego llegó Blanca. Le gustaba estar veinte largos minutos en el servicio. Debía adecentarse para pasar la noche con su marido. Les gustaba dormir abrazados; era el único signo de amor que les había quedado después de tantos años de matrimonio. La noche se prometía larga. Había que disfrutar de unas horas de sueño antes de volver a la dura realidad. La casa, aunque sobria, constaba de dos plantas. En mitad de la noche, Esteban sintió el deseo de bajar al servicio de la planta inferior, acompañado de una linterna. Primero apartó con sumo cuidado uno de los brazos de Blanca, que le oprimían el pecho. Había permanecido veinte minutos despierto en mitad de la madrugada. "Esa maldita mujer se ha quedado aquí, entre nosotros... ¿Cuándo nos dejará en paz...?". Esteban pensaba que Brígida era una mala influencia para el ánimo siempre alterado de Blanca, excepto cuando comían o tomaban el té. Bajó las escaleras para acceder a la planta baja. En medio de aquella oscuridad pudo distinguir un bulto. Estaba tumbado. Enfocó con la linterna y pudo apreciar unos cabellos esparcidos por los cojines del sofá. Aquella mujer era viuda, pero no había perdido ni un ápice de su belleza. Rondaba los cuarenta años. Pensó por un momento que la vida la había castigado demasiado joven, dejándola sin marido y sin descendencia. Por eso se aferraba tanto a Blanca. Pero eso hacía que las conversaciones en casa giraran en torno a ella. Allí estaba, sola ante el mundo. Esteban pensó que un día sería una anciana sin nadie en el mundo y mostró una compasión como pocas veces antes había experimentado. Dormía plácidamente con la boca entreabierta y los brazos levantados como en señal de rendición. Su falda se había subido más de la cuenta y dejaba al aire unos muslos abultados, generosos pero a la vez bellos que soportaban la soledad de una vida atrapada en una ciudad sin motivos para salir adelante.
Por un instante, Esteban pensó en ir a la cocina. Un ser como Brígida nunca podría ser feliz. Seguro que sus días eran un conjunto de desgraciadas experiencias encadenadas, como un galeote a su puesto de remo. Una vez frente al cajón, tomó un cuchillo. Estaba afilado pues los fines de semana le gustaba pasar una piedra al duro filo de acero para poder cortar mejor los filetes que había comprado Blanca en el mercado. Lo tomó con seguridad en su mano derecha y se dirigió a aquella sala en la que reposaba Brígida. Llevaba mucho tiempo sin que nadie le endulzara la vida, abocada a una existencia entre las ruinas de lo que pudo haber sido una existencia venturosa.
Cuando se disponía a entrar en la sala, Esteban dio una patada a un pequeño objeto que había quedado sin recoger en el suelo, despertando a aquella durmiente que contempló muda la silueta de aquel hombre con el cuchillo en la mano.
- ¿Confías en mí? -dijo Esteban mientras sujetaba el cuchillo en la mano.
Brígida no supo qué contestar. Ahora aquellas blancas piernas le temblaban e hizo un gesto de ajustarse la falda por debajo de las rodillas.
Esteban se acercó lentamente hacia ella, mientras su cuerpo temblaba sobre aquel sofá de cuero pegado a una mesa en la que quedaban aún los restos de la cena de la noche anterior.
- Sé que te apetecía algo anoche pero no supiste pedirlo. Quizá tu vida está llena de miedos y no tuviste el valor de pedírmelo, pero no pasa nada. Haré algo por ti. Seguro que te viene bien en tu estado.
Brígida tosió repetidamente y su nariz se llenó de un líquido acuoso. Mientras tanto, Esteban tomó el cuchillo, sujetó con fuerza aquel cuerpo redondo y le asestó un tajo certero. Inmediatamente, en medio de la penumbra, toda su mano comenzó a chorrear un líquido que se perdía por las mangas de su pijama. "No sabía que tuviera tanto líquido", pensó. El cuerpo de Brígida yacía reposado. De su nariz seguía manando ese líquido acuoso; tosió dos veces con una fuerza sostenida, quizá para no despertar a su amiga que dormía en la planta superior. El cuchillo estaba lleno de aquel líquido que Esteban se propuso limpiar con el mantel. A continuación, estrujó aquellas dos mitades de un cuerpo destrozado dividido en dos hemisferios, tomó el exprimidor que aún estaba sobre la mesa e hizo el mejor zumo que se le puede ofrecer a una persona en mitad de la noche.
- ¡Lo siento! Soy un hombre poco afectuoso. Nunca he entendido tu dolor. Pero esta noche necesitas saber que eres un miembro más de esta familia. Brígida tomó el vaso de zumo de naranja y se lo tomó de un trago. En la penumbra de la sala, Esteban pudo distinguir una sonrisa de agradecimiento. Luego se despidió de ella y sigilosamente subió por las escaleras hacia su cuarto, mientras iba pensando que igual había llegado el momento de cambiar de trabajo o de vida, mientras sus pasos ascendían por las escaleras con un cuchillo en la mano bañado en un líquido ácido y que es posible que no hubiese dejado en la cocina por puro despiste.