Only WASP

19.07.2019


Juan A. Flores Romero

    Han pasado tan solo unos días desde que el señor presidente de los Estados Unidos, líder del partido republicano, sugiriera a varias congresistas demócratas -por cierto, también nacidas en suelo yanqui- que lo que deberían hacer es abandonar el país si no comparten sus decisiones políticas. Siempre he estado convencido -quizá solo guiado por mis lecturas- que Estados Unidos es la democracia occidental más perfecta del mundo. No es el paraíso de los derechos sociales, ni de las ayudas a los más débiles de la sociedad; muchos han sido los conflictos financiados, sustentados y prolongados interesadamente por los vendedores de armas y los políticos de su solar patrio. Aun así, considero que es el país del mundo que dota a su sistema político de mayor equilibrio. Quizá eso lo aprendí estudiando a Alexis de Tocqueville y me lo han corroborado algunos episodios de la historia reciente de esta potencia mundial.

   Por eso, las palabras de Donald Trump me han parecido un tanto denigrantes y fuera de lugar. Llamar a unas congresistas demócratas, entre las que se encontraba la mediática Alesandria Ocasio-Cortez, a abandonar su hogar nacional -siendo todas ellas nacidas en Estados Unidos- es reivindicar su suelo como un paraíso para la clase social que tradicionalmente ha ostentado toda suerte de derechos en su breve pero intensa historia: el hombre blanco, europeo y protestante.

   Los WASP (White Anglo Saxon Protestant) llegaron a los Estados Unidos en distintas oleadas. Si nos damos un paseo a lo largo y ancho de la geografía de los distintos estados que componen ese gran coloso político, podemos concluir que su historia la han tejido holandeses, ingleses, franceses, españoles, alemanes, italianos, griegos, rusos, judíos, árabes o chinos. No nos debe sorprender en aquellas historias del Lejano Oeste encontrarnos con un chino haciendo negocios en las áridas fronteras de California y Nevada o a un irlandés vendiendo Biblias con la ayuda inestimable de una mula y unos cuantos litros de agua en su cantimplora. Desde el siglo XVII, con la llegada de los Padres Peregrinos en el mítico Mayflowers, esta nación ha estado forjándose a lo largo de varias oleadas de inmigrantes, animadas por guerras coloniales, persecuciones, búsqueda de nuevas oportunidades, conflictos bélicos,... Estados Unidos siempre ha sido esa tierra de promisión con la que soñaron los pueblos errantes. Muchas de sus ciudades y pueblos llevan nombres de espacios y ciudades bíblicas, pues aquel vasto territorio se constituyó como una suerte de Tierra Prometida o de paraíso perdido. Y se hizo todo a través de la violencia, asesinando a centenares de tribus indígenas, pero también a través del pacto, la compraventa (Louisiana, Alaska o la isla de Manhattan) y la guerra civil, con la finalidad de decidir qué modelo querían para sus conciudadanos. Llegaron, conquistaron y pactaron, igual que los israelitas con los cananeos. 

   La esclavitud fue abolida cuando ya no fue rentable para un modelo norteño que proponía la mecanización del campo. Quizá fue todo mucho más prosaico de cómo nos lo han contado, pero es cierto que el Norte vence al Sur e implanta un modelo de producción basado en los ingenios de la tecnología, en la industrialización y en el capitalismo. Frente a un Sur esclavista, tradicional, autárquico, muy dependiente de sus producciones, el Norte impuso su modelo bajo el signo del librecambio, la libertad y la pluralidad. Habría que analizar estas palabras con lupa, pues no es oro todo lo que reluce. El final del siglo XIX supuso una consolidación de una filosofía -la Doctrina Monroe- que buscaba una América para los americanos, es decir, un continente al servicio del poder económico, político y militar de una potencia preponderante que ya buscaba hacerse un hueco en un podrido y decrépito sistema colonialista ideado por los europeos que aún a finales del siglo XIX soñaban con repartirse África para gloria de siglos venideros.

   A pesar de que han sido muchos los pueblos que fueron poblando América, siempre hubo una clase dominante que se atribuyó el hecho de haber fundado una nueva nación: el hombre blanco, protestante, amante de nuevas oportunidades. Y desde ese momento, la historia de este país se fue construyendo con su ininterrumpida hegemonía, tan solo compartida con algunas familias de influyentes católicos y la comunidad judía asquenazí, llegada mayoritariamente de Rusia huyendo de los pogromos que se desencadenaron a partir de 1884.

   Los WASP (White Anglo-Saxon Protestant) siempre llevaron por bandera la integración, la nación de naciones, la unión bajo una bandera, un himno y un sentir colectivo... pero nunca dejaron de sentirse la clase decisiva de los Estados Unidos, su estrato social alto, influyente, empresarial, con un sentido fuerte de su unión con Dios; ellos acuñaron "in God we trust" en los billetes de dólar e impidieron que hubiera un presidente no WASP en su país hasta la llegada de J.F. Kennedy.  ¿Es quizá por ello que Trump, en lo más remoto de su cerebro reptiliano, se considera un buen norteamericano -heredero de su pasado sajón- a diferencia de aquellos que un día llagaron a la tierra de promisión desde Puerto Rico, México, Afganistán, Liberia... o incluso la católica Irlanda? ¿No será que es más norteamericano aquel que puede presumir de ser blanco y protestante frente a toda una caterva de razas y etnias que fueron apareciendo por aquellas latitudes en busca de nuevas oportunidades? 

   Por cierto, los ingleses o alemanes que llegaban en el siglo XVII venían huyendo de sus perseguidores o del hambre más extremo, arriesgándose a cruzar el océano en busca de una nueva vida que les brindara una nueva oportunidad. ¿No es eso lo que han buscado y buscan los hispanos, los árabes o los africanos que siguen llegando a sus fronteras? ¿No son los conflictos de Sudán del Sur, Somalia, Siria o Irak consecuencia de una política de expansión norteamericano? ¿No deberían asumir sus daños colaterales?

   Es condición del hipócrita alardear de aquello de lo que carece o de no dejar ver la realidad tal cual es. Estados Unidos fue un proyecto con el que soñaron sus padres fundadores, sustentado en la burguesía comercial que no quería seguir pagando impuestos a Londres, pero alimentado continuamente con sangre nueva que han forjado su carácter, que le han otorgado una identidad propia, muy diferente de aquella Europa de la que en el siglo XVIII quiso independizarse. Por eso, es imprescindible que especialmente el partido republicano se saque esa vieja espina que les hace presumir de ser verdaderos americanos, herederos de las tradiciones de los padres fundadores, ya que sin la inmigración y la multiculturalidad Estados Unidos sería muy diferente de la nación que ha llegado a ser, con todos sus excesos y sus errores que han jalonado su intensísima historia.

   Trump debería entender que el americano está orgulloso de su nación al margen de su raza o procedencia y que es consciente de que sus proyectos personales no tienen mucho sentido sin el marco de un proyecto como país, ese mismo que estos días celebra con orgullo el 50 aniversario de su llegada a la Luna.

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