Pan y circo

29.04.2021

Juan A. Flores Romero


     Es un verdadero milagro que aún contemos, en este lluvioso mes de abril,  con un día dedicado al libro en un escenario marcado por la vulgaridad y la superficialidad, en el que aparentar y medrar confluyen en un perfecto maridaje. Si hay algo que se aleja de este mundo banal, cuan objeto sagrado, es el libro. Claro está, hay obras que quizá nunca debieron ser escritas -y no me refiero a las del genial manco de Lepanto e indigente de una pobre buhardilla del Madrid de los Austrias-, aunque seguramente también fueron necesarias para darnos cuenta de lo peligrosa que puede ser la escritura enmarcada en manos de tahúres de la cultura tabernaria o en brazos de indecentes demagogos, de genocidas con corbata  o de populistas con Rolex, pues ha sido ese mismo concepto de cultura el que nos ha llevado, en ocasiones, al exterminio, aunque hoy en día hay muchas formas de anular al ser humano y ya no es necesario quitarlo de en medio físicamente.

     La cultura y la escritura no son buenas o malas por naturaleza, depende del caldo del cultivo en el que se deslicen. Lo mismo ocurre con la política. Cada vez más, asistimos a espectáculos circenses emitidos en directo, salvo que no hay animales vivos por eso de que hay que proteger las especies y desterrar cualquier forma de crueldad animal. El circo de nuestros días está asentado en los medios, en manos de grandes corporaciones, que sacan rédito de cualquier declaración sacada de contexto, de descalificaciones gratuitas, que conciben la noticia como espectáculo y traducen lo morboso a suculentos contratos publicitarios. Porque hoy la política ya no se escribe con mayúsculas, ni siquiera el periodismo. No son sino apéndices de una sociedad enferma que nos empeñamos en maquillar para no revelar su aspecto tísico. Hoy más que nunca los políticos se visten de domadores, de trapecistas e incluso de payasos. Lo único es que estos no dan risa sino miedo. La sociedad, preocupada por salir adelante, por alimentar a sus familias, por gozar de un mínimo de tranquilidad financiera, debe asistir a estos bochornosos "shows" protagonizados por personajes que desean el voto como la carroña con la simple idea de perpetuarse en el poder o para arrebatárselo al opuesto con la única finalidad de seguir viviendo de una sociedad que no recibe nada a cambio y que está harta de contemplar atónita, capítulo tras capítulo, un serial de dimes y diretes, mezclados con balas, puñales, pólvora mojada, exabruptos o salidas de tono. Un espectáculo perfectamente ideado para entretenernos y para hacernos conscientes de que nuestro papel en democracia es el de ser meros espectadores, contemplando cómo se reparten votos y escaños, y cómo la vida sigue igual para el común de los mortales. Sin duda, un espectáculo pornográfico de serie B, alimentado por lobbys de la información, periodistas sin escrúpulos y cantamañanas de todos los colores que no hacen sino arengar a las tropas para darles un protagonismo que no tienen. El ciudadano se siente con un poder que solo puede disfrutar por un instante, como una cata de buen vino que apresuradamente sale de la boca en forma de escupitajo. Actualmente, el concepto de democracia se ha banalizado. El ciudadano dejó de ser vasallo para convertirse en consumidor y, en el peor de los casos, en televidente narcotizado frente a un plato de aceitunas mientras los del plasma se reparten el botín. 

     Ha llegado, pues, el momento de luchar por algo nuevo o resignarnos a vivir con lo de siempre, con los mismos que utilizan la tribuna para la difamación, para pactar sillones y ministerios, en vez de luchar por el que ha permitido que esté ahí. Una clase política que desprecia a los que la mantienen en el poder, y que deben apuntar en la agenda, cada cuatro años, que algo llamado pueblo es el que los amamanta, a la sombra de instituciones que, desde instancias europeas, se adivinan de dudosa decencia. La fiesta de la democracia es aquella en la que unos y otros se afanan por decorar, por servir los mejores cócteles a los que se van a marchar sin recoger nada, eso sí, disfrutando de prebendas que les ha concedido el pueblo por mandato constitucional. Habría que sacar más a relucir la Carta Magna para exigir esos derechos ciudadanos que permanecen subordinados a las corporaciones, a los lobbys, a la esclerótica maraña institucional, a los grupos de poder. Esos derechos que hablan de libertad, de igualdad, de acceso a la vivienda y, por supuesto, de protección de la propiedad, de regulación de las fronteras, de colaboración entre instituciones pero dotándolas de independencia y transparencia. Es quizá esta política la que merezcamos los ciudadanos y no aquella que se basa en la difamación, en el insulto a la inteligencia de los que, al menos, sabemos juntar cuatro palabras dotándolas de sentido y nos sentimos ninguneados y utilizados por un poder que no va mucho más allá de la arenga, esa misma que cala en determinados sectores de la sociedad y que solo sirve para proyectar nuestras frustraciones perdiendo de vista la búsqueda de soluciones.

      Por eso, prefiero seguir contemplando la lluvia con un buen libro entre las manos. Es un modo práctico de evadirme de un mundo que cada vez comprendo menos, quizá porque la inteligencia está reservada a un puñado de individuos que buscan desnudarnos de cualquier pensamiento crítico y unirnos a sus respectivos rebaños para que caminemos rozando la hierba con nuestro hocico mientras hipotecamos nuestros sueños y el de nuestros hijos, y atamos nuestro porvenir a la cuerda de la incertidumbre. 

       

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