Pecados capitales

30.07.2019

   Pecados capitales. Microrrelatos.

      

       Juan A. Flores Romero

                                                      1

   En medio de aquel calor, pensó que solo le apetecía levantarse de un brinco de la cama. Así lo hizo. Había dejado entre las sábanas el recuerdo de lo que más amaba. ¿O quizá no? Cris solo se amaba a sí misma y por eso pensó dejar ese trozo de paraíso que tan solo pertenecía a las brumosas comarcas del sueño. Qué bello paisaje, silabeó mentalmente observando una cama inmaculada que solo conservaba un pequeño valle entre la penumbra de un último atardecer.


                                                2

   Alguien comentó a un escritor venido a menos que sus novelas ya no resultaban atractivas. Eran repetitivas, no enganchaban al lector, ávido de acción, de sorpresas, de pasión,... Podría decirse que Marc estaba expresando en sus obras la tediosa rutina de su propia vida. Y eso no atrae a nadie, ni siquiera al público incondicional de Woody Allen, amante de esa alquimia del dolor convertida en ácido humor burgués. Por tanto, echó un vistazo a Instagram y pensó en dedicarse a otra cosa; tal vez a la fotografía o a la publicidad. Quiso leer alguna obrita de Arthur Miller que soportaba una lámina de polvo blanquecino y que coronaba una meseta de tomos de celulosa, pero no estaba preparado para una tarde de melodrama con tintes pseudoproletarios. Quizá era aconsejable hacer un viaje por el sureste asiático; recordó que no le quedaban más de dos ceros en la cuenta corriente y eso solo da para hacer una escapada a algún balneario cercano. Se había convencido a sí mismo de que lo más sensato era seguir intentándolo. Asomó medio cuerpo por la ventana de su pequeño despacho y no vio a nadie. Solo dos perros ladrando. Cerró los ojos y soñó con volar sobre la ciudad, aunque le aterraba la idea de acabar con su cuerpo roto sobre el asfalto. 

   Al volver a la realidad, fijó su mirada en la acera de enfrente. Acababan de robar a una anciana que pasaba por la calle. Al momento, la policía comenzó una persecución de película. El caco había subido en un coche beige, aparcado en la acera; la mujer no paraba de balbucear palabras ininteligibles a un agente que se había quedado con ella. El coche patrulla se perdió entre la calima de una tórrida tarde de agosto. El agente decidió abandonar a la anciana, que insistía en que estaba bien. Aquella buena mujer no hizo otra cosa que acercarse al coche en el que se había introducido el presunto caco. "¿Te has divertido? ¿Cómo le hemos tomado el pelo a la policía?". La anciana esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Había hecho feliz a su nieto que no paraba de reír de un modo extraño, emitiendo una serie de ruiditos y un desquiciante hipo mezclado con un hedor a ginebra barata de supermercado. 

   La anciana comprendió que aquella tarde había sido extraordinaria. Estaba perdiendo la memoria y quería vivir el presente con la persona más estúpida que conocía: su propio nieto. El escritor no pudo hacer otra cosa que bajar la persiana. Había presenciado la escena desde la ventana de su pequeño despacho y pensó en lo que es capaz de hacer la gente en una tórrida tarde en que una erupción solar había dejado sin señal de internet a medio planeta.


                                                  3

   ¿Cóncavo o convexo? El molesto mosquito no se decidía. Nunca sabría cual era su aspecto real, pues la imagen que le ofrecían aquellos dos espejos parecía totalmente contrapuesta. Revoloteó por la habitación y sintió unos deseos enormes de salir de dudas. Por eso decidió asomarse a un jarrón con agua, aunque tampoco le quedó muy claro. La imagen que obtuvo era un tanto borrosa. En su desesperación decidió tomar un poco de sangre de un chico que descansaba sobre un colchón. Picó su piel con saña. Lo hizo porque estaba enfadado. Le incomodaba mucho no conocer su aspecto porque la naturaleza se resistía a darle esa información. Paseó a lo largo y ancho de la habitación hasta posarse sobre una plataforma reluciente. Google. Repelente de insectos. Pero el mosquito no sabía lo que significaban aquellos signos sobre una plataforma luminosa. El niño a quien había picado el mosquito pudo comprobar la quietud del mismo. Tal vez había descubierto algún detalle de su imagen en aquella pantalla luminosa. El niño sopló plácidamente sobre la pantalla. "¿Habrá sido este?". Solo tenía un pequeño puntito rojo en su brazo derecho, pero seguro que aquel mosquito ya no iba a picar a nadie más. El cuerpo desmembrado del insecto cayó dentro de un vasito de agua. Sus patitas emitieron un movimiento involuntario a modo de despedida.


                                                     4

   Su respiración era rápida aunque entrecortada. Apenas podía escucharse en la calle desierta. Alguien corrió unas cortinas. Tal vez un rostro que miraba aquellas lejanas nubes de tormenta. La canícula estival se cebaba con un tapiz de asfalto que soportaba el cuerpo de María, herida de muerte, atrapada entre los restos de un viejo contenedor. Apenas unos pitidos brotaban de aquella garganta herida. El impacto la había desplazado varios metros. No tuvo tiempo de reaccionar. Ya nunca volvería a verla abordar a los niños del barrio. "Un poco de coca adulterada recién traída de Colombia y luego me dices...". La vi desangrarse como el alma de aquellas madres que limpiaban las lápidas del cementerio. Había sido un accidente. Yo iba distraído. No la vi cruzar. Iba pensando en la madre a quien un día comenzó a destrozar la vida alguien que silabeaba una incomprensible plegaria sobre aquella fina piel urbana de asfalto.


                                                 5

   Una vez tuve un amigo que mató a un perro por dinero. Su propietaria quería cobrar un seguro. Se llamaba Kurt Cobain y pendía de un árbol mientras el marido de su dueña moría de pena en un sucio escondite en una tarde lluviosa de primavera. Pero, ¿quién era Kurt Cobain... el amigo o el perro? A veces, la lengua nos deja esas dudas. Sí, en ocasiones la duda se instala en la lengua. Pero da igual, poco importa el amigo o el perro. ¿Acaso forman parte de mi vida? Solo sé que un energúmeno recibió su parte del botín por asesinar a alguien a quien nadie echaría de menos, y decidió celebrarlo con una comida opípara. Algo no iba bien en aquel cuerpo acostumbrado a ganarse la vida de un modo tan vil. Sus ácidos comenzaron a jugarle nuevamente una mala pasada. Dos años atrás estuvo ingresado con unas úlceras estomacales. Dicen que devoró unas orugas en una apuesta. El doctor le prohibió ingerir grasas, ¡caramba!, pero él se resistía a cumplir aquel precepto que considerada casi religioso; "¡qué sabrá ese matasanos!". Por lo que decidió hacer caso omiso deduciendo que lo que no te mata te hace más fuerte. El fallo multiorgánico se presenta como un visitante inesperado. Aquella comida le ocasionó una rotura del tejido digestivo y posteriormente una infección generalizada. Había sido sin duda una de sus mejores comidas pero, desde luego, la última.


                                                  6

"¡Ánimo, ya está listo para volver a caminar!". Pero prefirió pensar en cómo desandar los pasos que le habían llevado a perder sus movimientos.


                                                   7

   Sentía tantos anhelos de amar que no tuvo ni tiempo ni mundo suficiente para poner en práctica su mayor deseo. Estaba demasiado ocupado en amarse a sí mismo, pero pensaba que llegaría el momento en que podría amar a los demás. Imaginó viajar a la India, pero no soportaba la idea de aguantar las pegajosas moscas de las calles de Calcuta; estuvo tentado de cooperar en Guatemala, sin embargo, le rondaba por la cabeza el viejo miedo de morir en manos de una "mara" peligrosa; tal vez podría enseñar a leer a unos niños perdidos en la montaña peruana, pero supuso que eso mismo ya lo harían otros dispuestos a atravesar el océano para tan heroica acción. Quien salva una vida salva al mundo entero, pero una vida le parecía demasiado poco. Él quería amar a lo grande, porque solo los que aman así logran un hueco en la memoria de la humanidad. No entendía cómo una persona pudiera entregar su vida por otro. Eso no era amar, pensó. Y él tenía deseos conocer el verdadero rostro del amor, por eso consideró que antes de surcar los mares para amar al mundo, necesitaba leer un par de libros de autoayuda.

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