Piel de agua (relato completo)

19.07.2019


        

                                            A Carola Rackete, capitana del "Sea Watch 3".


     Otro nuevo muro de la vergüenza en Hungría. Refugiados escondidos en camiones que por esquivar a la policía se encuentran de cara con la muerte. Cuerpos flotando en las costas griegas e italianas a pocos kilómetros de los cruceros atestados de turistas ávidos de diversión. Personas que no importan, seres anónimos como los peces que devorarán sus cuerpos en el mar que les hizo soñar. Decenas, centenares, miles de expatriados deambulando por los campos de Europa con el sueño puesto en una vida mejor. Sin duda, es una tragedia para todos. Para nosotros también; pero esto indica nuevamente nuestra incompetencia a la hora de resolver los problemas desde la raíz. Estos movimientos migratorios son un fenómeno que supera todo lo conocido en épocas recientes. La inmoralidad de una guerra como la de Siria, alimentada por Occidente, y ahora totalmente descontrolada en manos de un pseudoestado terrorista que juega con el miedo y la desesperación de muchos. ¿Dónde estás Occidente? Tal vez en "los enjambres ruidosos", como diría García Lorca en su "Poeta en Nueva York", es decir, en las profundidades de Wall Street, de la prima de riesgo, de la ilusión macroeconómica de que estamos saliendo del agujero o en las prospecciones petrolíferas blindadas por el ejército. El problema que llama a las puertas de Europa se descontrola y aún nos resistimos a ofrecer una respuesta, una solución contundente. Como en el siglo XVI, tal vez Occidente reaccione cuando la raíz de este mal esté tocando las puertas de Viena. Hace un par de años colgué en Facebook una foto de unos niños sirios comenzando su año escolar en medio de un paisaje ruinoso, en un aula destartalada llena de agujeros como un trozo de queso Gouda. Agosto tocaba a su fin. En medio del caos y de las ruinas, se descubrían inocentes criaturas que oían silbar las balas cada vez que iban de la mano de sus hermanos a la escuela, que temblaban con las explosiones de los obuses a unas decenas de metros de ese pequeño mundo donde aprendieron donde estaba Europa, es decir, el lugar donde algún día terminarían sus días con los pulmones encharcados de agua o con el corazón apagado en la oscuridad de una Europa que muestra, una vez más, su indiferencia con el dolor.

          

   Ahmed llevaba demasiado tiempo sobre aquella pequeña lancha de goma con la única compañía que un sol abrasador. Era lo único que tenía. Eso y la certeza de que su madre y su hermana pequeña estarían bien. Si habían sobrevivido al bombardeo en el colegio, también superarían esto. Ellas seguramente estaban sobre otra pequeña lancha que unos familiares les habían proporcionado a cambio de ochocientos dólares, los únicos ahorros que tenían en un país devastado por la guerra. Aquellos familiares podían iniciar un negocio con ese dinero, comprando mercancía y vendiéndola en el mercado negro.

   Unos días antes habían avisado a la familia de Samir de que los milicianos vendrían a por ellos.

- Tu marido combate contra ellos. Sabes que tarde o temprano vendrá a por ti y por tus dos hijos. Tu dinero no vale nada. Tienes que irte. Yo puedo conseguirte un par de lanchas. En la costa tengo un contacto.

   Era Amina, la mujer con la que su marido había pretendido casarse antes de que un comerciante de antigüedades, veinte años mayor que ella, se antepusiera en su camino.

- Te lo agradezco, Amina -dijo Fátima, la madre de las dos criaturas. Su marido, Samir, lo entendería.

- Sabes que tengo que comer, Fátima, y que me tienes que dejar todo lo que puedas. En Europa no te faltará nada. Lo he visto en la televisión. Te llevan a un centro de acogida y luego te consiguen una casa y un trabajo.

- No dudes de que te daré todo cuanto tengo. En una lancha no caben más que un puñado de sueños y el miedo que nos invade desde hace cinco años.

   Amina conocía a unos socios de su marido que les proporcionaron las dos lanchas. Parecían muy usadas, como sacadas de los restos de un naufragio, pero ella no se lo pensó. Decidió que su hijo montara en una, mientras ella y su pequeña Sara tendrían la oportunidad de llegar frente a las costas griegas pegadas a aquel otro trozo de plástico.

- Seguro que os localizarán pronto -dijo Amina. El mar está repleto de buques que rescatan inmigrantes.

   Ahmed recordaba aquellas palabras de Amina y la reacción de su madre. Nunca había visto a la mujer que lo trajo al mundo hacía catorce años con una sonrisa tan expresiva en su rostro. Sin embargo, sus ojos denotaban dolor y miedo. Tras cuatro meses en aquel campo de refugiados en Eleonas, Grecia, nunca oyó hablar ni de su madre ni de su hermana. Habían salido juntos rumbo a un futuro incierto. Ahmed no era consciente de los días que estuvo en alta mar hasta que fue avistado por una embarcación de recreo que le llevó hasta la costa. Una vez allí, fue identificado y considerado un refugiado sirio.

   Mi madre y mi hermana venían conmigo. Necesito saber de mi madre y de mi hermana. Alepo, Alepo, Siria, Fátima, Sara.

   El silencio por respuesta. Ningún funcionario llegó a saber nada de ellas. Días después pudo preguntar a un miembro e una ONG francesa que hablaba árabe por el paradero de sus dos familiares, pero el gesto que hizo delató que poco podía hacerse para localizarlas.

- Tal vez fueron a parar a otro lugar. Hay muchos barcos que operan en la zona -es lo único que alcanzó a decir el cooperante.

   Ahmed fue mentalizándose de que podría haber ocurrido lo peor. Los meses pasaban en aquel campo. Recordaba las historias de su padre cuando les contaba cómo había conocido a miles de palestinos en un campo de refugiados de Jordania. La situación que vivía en Grecia podría ser un poco mejor. No lo sabía, porque no había estado nunca en Jordania. Su padre le narraba aquella falta de higiene, los partos interminables en tiendas de campaña, la sangre derramada en un suelo extraño, las ilusiones de una generación perdida a los pies del desierto. Al menos, Grecia no era un desierto. Podían comer todos los días y tener ropa limpia. La vida era mejor que en Siria excepto cuando comenzó una semana de lluvias torrenciales que anegó toda la infraestructura del campamento. El agua ocupaba cada una de las tiendas y barracones de material prefabricado; los niños lloraban y la gripe comenzó a cundir por aquellos metros cuadrados de miseria. Alí, un niño sonriente que siempre acompañaba a su madre, murió de unas fiebres. Su madre lloraba desconsolada mientras retiraban el cadáver de aquella villa miseria. Su vida había quedado truncada. A partir de entonces solo la recuerdo rezando. No comía y siempre vestía con las ropas de aquel día que lo portó entre sus brazos por última vez. Creo que se fue apagando poco a poco. Sus esperanzas se diluyeron en un torrente de agua que atrajo una enfermedad que le arrebató su razón de vivir.

   Los días pasaban, las semanas no ofrecían sino más dolor e incertidumbre. "Iré a Alemania o a Austria", pensó Ahmed. Tenía un primo que vivía en Munich y que le escribía una postal cada mes. No vivía mal. Trabajaba como frutero cerca de la Hauptbahnhof, la estación central de la ciudad. Allí perdió la vida su compañero de andanzas, atropellado por un tranvía. Son monstruos que aparecen y desaparecen por las calles de la ciudad. Los turistas los fotografían continuamente, pero son más peligrosos que las bombas de El Assad.

   La ilusión puede más que la desesperanza. Ahmed pensó que no quería permanecer por más tiempo en un lodazal, asistido por gente muy generosa pero que no estaba por la labor de dejarle vía libre por Europa. Podría suponer un peligro, podría favorecer el efecto llamada, tan temido por los europeos. Si llegas a la otra orilla, ya eres libre para deambular por el mundo. No, los países tenían fronteras; disponían de reglas muy estrictas, habían ideado los pasaportes, las tarjetas sanitarias, las distintas divisas y estampillas de correos. El mundo era algo que convertía a los semejantes en seres distintos, en ejemplares de otra especie a los que hay que impedir el paso.

   Desde el campo de refugiados no se divisaban los barcos de las ONGs, ni las lanchas que alcanzaban las costas. Solo se veía el mismo paisaje; el rostro de la desesperanza, del miedo, de la incertidumbre tatuada en las miradas de miles de personas que habían convertido sus vidas en un mero ejercicio de supervivencia. Las alambradas recordaban a los campos de Siria, a las zonas minadas, a las áreas del miedo. Pero allí, al menos, no sonaban las sirenas y había comida suficiente para sobrevivir.

   La mañana de aquel martes no estaba exenta de belleza. Durante una semana no había parado de llover, y en el campo de refugiados se iba formando un gran barrizal que me recordó al de aquella tromba de agua que trajo consigo la gripe y se llevó a ese niño que siempre observaba a la gente, tembloroso pero sonriente, junto a su madre. Quizá la muerte se lleva a los más débiles, a los que tienen tatuada en su mirada la marca del miedo, de un deseo inconfesable de no seguir viviendo.

   Por eso Ahmed pudo llegar a un camión, muy cerca del campo de Eleonas, junto con quince de sus compatriotas. Entre ellos se coló un armenio que estaba viviendo en Alepo cuando la ciudad voló por los aires. Una de las zonas más prosperas de Siria y en poco más de unas semanas era pasto de la ira de facciones contrarias. Pero Serj, que así se llamaba, era a fin de cuentas una víctima más del conflicto que estalló un día cualquiera de 2011 en uno de los países más estables de Oriente Medio.

- Vamos, vamos, por aquí hay demasiada vigilancia -espetó un camionero checo que acababa de dejar mercancía en el campo de refugiados.

   Con la ilusión de salir definitivamente de un infierno, aquellos quince supervivientes de un mar poco dado a la clemencia, subieron al camión de un hombre con buena planta que les había prometido llevarlos a Alemania. Iba a ser un camino largo, pero el trayecto estaba lleno de lugares en los que parar. Solo tenían que aguantar interminables horas de incertidumbre y una oscuridad que les iba a acompañar en su recorrido a través de Bulgaria, Rumanía y Hungría. No iban a poder admirar el paisaje de una Europa con la que soñaban desde que salieron de sus casas, en Siria. No podrían apreciar el aroma de los campos, ni perderse en la infinitud de sus lagos y las crestas de las montañas en la cordillera de los Cárpatos. Pero eso era lo de menos. Soñaban con hacer un día el camino a la inversa, en un automóvil nuevo, pensando en llegar a algún puerto griego para embarcar en un ferry hasta las costas de Siria, cuando por fin fuese un país en paz. Y todo eso seguro que rondaba aquellas mentes enclaustradas en una sepulcral oscuridad que les llevaría a soñar con un mundo distinto, con los colores que ofrece la libertad, con los aromas de la naturaleza, con los sonidos de tranvías y autobuses de Munich o de Salzburgo. Sus mentes estarían ocupadas en pensar cómo llegar a encontrar un empleo en una sociedad plagada de oportunidades.

   El oxígeno comenzaba a faltar y las mentes jugaban malas pasadas. Los olores y colores iban disolviéndose en una escala de grises que ya ni siquiera les hacía imaginar los paisajes que atravesaba aquel camión en el que viajaban. Ahmed comenzó a pensar en un mar embravecido, ese que se había tragado a su madre y a su hermana, y en un país en llamas cuyo suelo era oscuro y escurridizo como una llanura abisal; vio a Amina intentando sobrevivir vendiendo café y tabaco sin que le incautaran la mercancía; divisó las listas de los últimos muertos en combate, entre los que se hallaba su padre. E imaginó una vida sin color, la oscuridad total, la nada, mientras soportaba ronquidos estremecedores e inaudibles susurros de sus acompañantes. El calor era insoportable y un aroma a desesperación invadió el habitáculo. Alguien lloró amargamente y su música se fue apagando poco a poco. Ahmed solo pudo acariciar una mano de Fátima que pendía de su cuello, o eso creía. La vida ya solo era un cascarón oscuro flotando sobre el asfalto de una tierra de oportunidades. Fuera, quedaban atrás los árboles, los lagos, los cielos enmarañados, mientras dentro se declaró un silencio rotundo. El miedo y la muerte, a veces, viajan dentro de los sueños.

   Una ardilla correteaba por un arcén intentando competir con los vehículos que por allí transitaban. El camión ya había pasado entre los árboles de una estrecha carretera ahogando los sueños que no pudo arrebatar el mar.


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