Postales desde Dachau

05.08.2019


Juan A. Flores Romero

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   Émilie acaba de fallecer de tifus; los niños están aquejados de fiebres muy altas. Un mando del ejército nos obliga a salir del campo. Están desalojando. Los aviones aliados no paran de rugir por el cielo de Baviera. Salvo los motores y el silbar de los proyectiles, impera el silencio. El camino ha sido demasiado largo desde que tía Émilie saliera con nosotros desde Lublin y más aún desde que abandonamos nuestra casa de Budapest donde nuestras familias llevaban siglos viviendo. El Danubio se había convertido en objetivo de los rusos. La otra orilla era un gran dragón, solía decir Émilie, aún con muy buena salud. Fue ella la que nos sacó de la ciudad con ayuda de unos funcionarios suecos y nos puso rumbo a Lublin, donde aún quedaban algunos judíos. Es posible que el destino fuera Rusia o algún país del norte de Europa pero la casualidad hizo que cayésemos en manos alemanas y terminásemos dentro de los muros de Dachau. Cuando llegamos ya humeaban las chimeneas. Los reclusos hablaban muchos idiomas; había sacerdotes bávaros no afines a las ambiciones de Hitler, comunistas alemanes y testigos de Jehová. A estos últimos les habían puesto un triángulo morado y mostraban especialmente saña con ellos. Entre los detenidos nos encontrábamos un buen puñado de judíos que convivíamos con gentes de todo pelaje. Algunos de los reclusos colaboraban con las autoridades del penal. Nos azotaban sin razón, simplemente para mostrar su autoridad; vomitaban una sarta de palabras que no llegábamos a comprender. Sara no entendía nada porque en casa solo hablaban yidish, pero todos éramos una gran familia. Entre las mujeres más valientes que he conocido figuraba una delgada señora ya entrada en años. Se llamaba Rebeca y era consciente de que nunca saldría de allí. Nadie lo hacía. Decían que en 1933, cuando Himmler dio órdenes de abrir el campo para detener a comunistas y judíos, había algunos reclusos que salían de allí para reincorporarse a la sociedad. Pero la guerra lo había cambiado todo; ahora no salía nadie. Los tísicos terminaban en la enfermería y muchos desaparecían. Al fondo del campo existía un gran barracón y unas enormes chimeneas por las que continuamente salía humo negro. La epidemia cada vez se cebaba más con los cuerpos famélicos de los reclusos. Hoy le ha tocado a Émilie. Su cuerpo fue recogido por otros internos y fue llevado al otro extremo del campo. Ayer mismo llegaron más prisioneros pero se está oyendo que los nazis no van a permitir que les contagiemos el tifus o la tuberculosis. Es muy probable que hagan una selección y transporten a los sanos, cerrando el campo.


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   Cada día que pasa recuerdo más a Émilie. La situación en Dachau sigue siendo desesperante. Si Émilie se hubiese enterado de la muerte de dos de los niños, no lo hubiera podido soportar. Ahora solo cuento con la compañía de Aarón y Miriam. Fueron ellos los que me avisaron de que la mujer madura que tanto nos ayudó a nuestra llegada había caído enferma y luego fue transportaba al gran barracón, al final del sendero. Posiblemente murió de tifus o los alemanes la llevaron a algún lugar para asesinarla. Aún no me explico cómo no dejaba de humear aquella chimenea. Cada vez que cierro los ojos para dormir me viene a la cabeza, siento el calor de un humo espeso y el olor a cuerpos fundiéndose con el aire de un bonito cielo en la planicie de Baviera y eso que de pequeña me contaron que en la zona se alzaban los Alpes. Yo nunca los he visto. Deben estar en otra dirección y espero conocerlos algún día, tal vez cuando pueda huir de Alemania para siempre.

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   Nunca podemos cometer errores en este lugar; cualquier paso en falso te puede llevar a la muerte. Aarón fue detenido hace unos días, acusado de robar unas botas. Le recuerdo como un niño bastante callado en la escuela, cuando frecuentaba la yeshiva en nuestro barrio de Budapest donde convivíamos miles de judíos con los gentiles. La gente convivía con una sensación de derrota continua desde que el Imperio Austro-húngaro desapareció; pero nos dejaban vivir en paz. Unos meses antes de la guerra los cruzflechados (nyilas) emprendieron la caza al judío, señalando nuestros negocios y denunciándonos ante las autoridades. No eran pocos los que exigían nuestra deportación. Cuando Eichmann llegó a Budapest, comenzaron a funcionar los trenes de la muerte y miles de personas se iban enfrentando a un destino incierto. Hablaban de Polonia, de un lugar horrible cerca de Cracovia.

   Aarón había sido acusado de robar. Yo había estado con unas fiebres dentro de nuestro barracón y alguien me dijo que su cuerpo pendía de una soga cerca de una de las salas de desinfección. Eso ocurrió justo antes de que Miriam fuera enviada fuera del campo. La subieron a un camión con decenas de judíos más y aquel vehículo humeante se perdió en la lejanía. Miriam tenía apenas trece años y jamás volví a verla.


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   El día de la liberación de Dachau fue una fiesta. Los alemanes se batían en retirada y amenazaron con matarnos a todos. Los aviones aliados bramaban sobre nuestras cabezas y todos los soldados decidieron poner rumbo a otro lugar. No sabemos si huyeron por los Alpes. Era poco probable porque, según parecía, estaban hacia el sur y esa zona ya había sido ocupada. Ignorábamos si Hitler se había rendido o si tenía preparado algún otro plan para prolongar la guerra. De todos modos, aquello fue un auténtico calvario. La incertidumbre reinaba por doquier. En la confusión, algunos soldados disparaban al aire. Tal vez algunos lo hicieran a quemarropa. Temían ser asesinados por los propios reclusos. La guerra había durado demasiado y todos nos preguntábamos cuál sería nuestro destino. Habíamos perdido a todos nuestros familiares, ya no pertenecíamos a ningún lugar. Por un instante, pensé en volver a Budapest después de la guerra.


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   Los soldados americanos nos ofrecían comida, cigarrillos y café. Muchos reclusos robaban víveres que habían traído los aliados e intentaban comérselos o comerciar con ellos. Hubo bastantes muertos por ingerir alimentos en grandes cantidades. Posiblemente sus cuerpos ya no estaban preparados para asimilar aquellos alimentos de los que nos habían privado aquellas bestias nazis. Un día quise llegar hasta el enorme barracón coronado por una alta chimenea, pero los soldados me lo impidieron. Era demasiado comprometedor preguntarles el motivo de tal prohibición. Yo solo hablaba húngaro, yidish y un poco de alemán. Finalmente, desistí de tal pretensión y me di media vuelta. La vida en aquel lugar comenzaba a ser insoportable. Había mucha gente que moría víctima del tifus y de otras enfermedades contraídas durante aquellos meses. Los que habían estado antes en aquel lúgubre infierno ya no podían contarlo. Los cuerpos de mis acompañantes ya eran solo un recuerdo.

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   Fue un viaje en tren muy distinto del que hice con los niños. Habíamos salido una mañana desde Lublin en un camión; nos llevaron a una apeadero. Desde allí nos subieron en un comboy que nos trajo hasta Dachau. Yo les contaba historias a aquellas criaturas con el fin de entretenerlas e incluso les prometí que un día haríamos una escapada a los Alpes. En Hungría no existían aquellas montañas tan majestuosas, solo pequeñas colinas. Pero de vez en cuando mis padres nos llevaban a todos al lago Balatón o a uno de los balnearios de la ciudad, hasta que un día nos prohibieron la entrada. Salir de Budapest era cuestión de tiempo. De ser nuestro hogar, se había convertido en una ratonera.

   Vuelvo a insistir en lo distinto que está siendo este viaje en tren. Los soldados americanos ya consideraban que estábamos curados y pensaron que la mejor idea era llevarnos lo más lejos posible de allí. Habíamos recorrido muchos kilómetros y, por primera vez, pude divisar los paisajes alpinos. Majestuosos espacios entre los que se levantaban auténticas moles sembradas de pinos. El tren continuó su recorrido rumbo a algún lugar al sur de Austria. Así llegamos a la costa adriática. Desde allí, unas veinte personas terminamos yendo en un camión del ejército americano hasta los alrededores de Ferrara. La comunidad sefardita había sido masacrada. Después de la guerra ya no quedó nadie. Miles de judíos fueron deportados a campos de trabajo. Allí estaba el guetto, un hogar vacío, como el que dejamos en Budapest.


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   Supe por un funcionario norteamericano, que gestionaba nuestra estancia provisional en Ferrara, que algunos de nuestros familiares habían sido conducidos a puertos italianos y que el gobierno de Franco los había acogido. Bueno, más bien sus funcionarios o algunos de ellos. Viajaban con pasaportes falsos. Me acordé de las semanas previas a la deportación. Un funcionario español y un tal Perlasca andaban falsificando documentación para que miles de judíos pudiesen salir de aquel infierno, de aquella muerte segura. Ahora me aseguraban que algunos de ellos terminaron entrando por Barcelona a España y que otros muchos pidieron asilo en Brasil y Argentina. Sus nombres eran falsos pero eran los que les habían permitido salvar la vida, así que siempre bendijeron aquellas nuevas identidades.

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   La mayoría de los deportados de Budapest en 1944 terminaron en Auschwitz y Treblinka. Muchos de sus nombres fueron borrados para siempre. Sus cuerpos no aparecieron; sus huellas se disolvieron en la noche de los tiempos. Desde que aquel gris funcionario, Adolf Eichmann, llegara a la imperial ciudad de Budapest se desencadenó una auténtica caza al judío. En todos los territorios bajo la bota nazi hacían sido perseguidos, deportados, asesinados. Contaban que en Alemania y Holanda los buscaban casa por casa; que Polonia se había transformado en un campo gigantesco de exterminio; que los trenes recorrían largas distancias hasta perderse en las llanuras polacas. Y yo estaba aquí, viva, sin nadie en quien descansar la cabeza, buscando una oportunidad para encontrar un motivo para seguir viviendo. Había logrado no perecer en Dachau, víctima de la brutalidad o del tifus. No me explicaba por qué había luchado y, menos aún, por qué había sobrevivido. En realidad, no hay motivos para luchar si no tienes por quién hacerlo. Estaba muerta, a orillas del Mediterráneo, en una ciudad en la que, según mi abuela, recalaron nuestros antepasados. Que muchos se quedaron allí, pero que nosotros seguimos rumbo a Sarajevo para terminar en Budapest. Qué vida más azarosa. Y ahora yo me encontraba en la misma situación. Con la seguridad de haber sobrevivido, pero huyendo, huyendo, huyendo siempre hacia ninguna parte.


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   He tenido valor para volver. Han pasado diez años desde que dejé Dachau. No he regresado a Budapest, pero Dachau parecía mi hogar. Como el reo que regresa a su cárcel tras cumplir condena, para asegurarse que sigue ahí, que no le ha perseguido y se ha instalado dentro de sí mismo. Dachau formaba parte de mis sueños. Había estado muy lejos por mucho tiempo, pero todas las noches volvía a mi memoria, al mundo de mis recuerdos. Pude constatar que Dachau seguía allí. Solo pude pasear por los alrededores de aquel infierno y pasar unos días en el bonito pueblo al que pertenecía. Un entorno bucólico para tanto horror. Aquellos días llovía, pero el agua corría mansamente formando pequeños regueros. En el campo de trabajo el agua se embalsaba y la gente agonizaba. Luego los llevaban a la enfermería y ya no regresaban. Ahora en el pueblecito de Dachau, cercano a Munich, las mamás preparaban sus comidas. Las chimeneas humeaban y desde las calles se percibía un olor a manteca de cerdo y a coles. Qué humo tan distinto a aquel que salía de las chimeneas. Parecía mentira que el infierno hubiese estado a tan pocos pasos de allí.


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   Munich es una ciudad muy diferente a las que mostraban las fotografías antes de la guerra. Había sido barrida del mapa. Los obreros se afanaban en reconstruir ese pedazo de historia que había sido pulverizado por la aviación aliada y por los absurdos deseos de Hitler de resistir a toda costa. Dicen que un día recuperará su esplendor. Y los bávaros tienen palabra, como me decía mi casera en el apartamento en el que decidí pasar unas semanas en Dachau. Desde allí escribo a personas a las que un día conocí y que, como yo, han tenido la suerte de sobrevivir. La guerra me ha llevado a una situación de incertidumbre. Quisiera retornar con mi familia, pero ya desaparecieron, unos entre el horror de la guerra y otros en el anonimato de una nueva vida muy lejos de allí. Ni siquiera conservo los lazos con los más allegados. Un día viajaré a España, a Brasil o a Argentina. La guerra ya es un recuerdo, sin embargo aún demasiado cercano. No percibo odio, pero sí angustia y a la vez un deseo enorme de que todo vuelva a la normalidad. Porque, ¿qué es más importante que eso? Ni siquiera puedo odiar. El miedo devoró aquel sentimiento. Solo pienso en ir a algún sitio en el que pueda comenzar una nueva vida. De momento, me quedaré aquí, muy cerca del lugar al que me trajeron para terminar de perderlo todo. Escribiré a mis conocidos porque lo que se escribe es lo único que permanece.


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