Ramat Gan no estaba en la Biblia
Juan A. Flores Romero
Shlomo Pérez había vivido gran parte de su vida en Buenos Aires, regentando un pequeño negocio de joyería. Hacía un par de meses había llegado a Israel. Se había encontrado en plena efervescencia de la solicitud de la doble nacionalidad sefardí-israelí. Shlomo provenía de una familia de tradición sefardí pero eso no le importaba demasiado. La tierra de sus antepasados, Eretz Israel, le atraía solamente por una razón. Quería aprender todo lo relativo a la talla de diamante y para ello Ramat Gan, junto a Tel Aviv, era el mejor lugar del mundo. Este punto neurálgico de la talla del diamante no hubiese sido posible sin toda una tradición en torno al negocio de este material de joyería. Desde el siglo XII fue popularizándose en Europa, más bien fue formando parte de la vida de las cortes. Muchos eran los caballeros, las damas, los príncipes y reyes que se atrevieron a lucir algunos ejemplares que, desde el siglo XVII, consiguieron ser obras de arte únicas. En sus talleres de Amberes y posteriormente en Amsterdam, el judío Lodewyk van Berken inventó y perfeccionó la técnica del "scaif", concebida para cortar las más valiosas piedras con ayuda del aceite de oliva y del polvo de diamante. Un milagro de la orfebrería. En todo el siglo XII holandés, el diamante fue una de las industrias más prósperas, en una época en la que se desarrolló la potente compañía de las Indias Orientales y floreció y se marchitó la lucrativa bolsa de los tulipanes. Un siglo, sin duda, donde la protagonista fue la riqueza y sus aliados más fieles, el dinero, la codicia y la traición.
Pero Shlomo, que conocía perfectamente la historia de los diamantes había decidido desde su Buenos Aires natal, regresar a Sión, hacer su aliyá, esa subida a la Tierra Santa a la que está llamado cada uno de los judíos del mundo. En realidad, la aliyá, en su versión más espiritual, ya la hizo a los veintitrés años, después de renegar de las creencias y valores familiares y de recorrer haciendo autostop la Pampa argentina. Después de malvivir cinco meses en Mendoza, Shlomo se unió a una comunidad de espiritualidad judía fundada por un puñado de soldados licenciados en el Tzahal, el ejército de Israel, que decidieron vivir un par de años en aquellos parajes a las faldas de los Andes.
Eretz Israel es la aspiración a la que debe tender todo judío -insistía Hamutal Levi.
Maldigo el día en que mi padre agarró las maletas y dejamos Nueva York para instalarnos en una fétida colonia cerca de Hebrón.
Solo los "sabras" de verdad somos verdaderos israelíes. Los demás sois turistas con un visado indefinido... Maldita Ley del Retorno...
Eran comentarios habituales entre ese puñado de jóvenes llegados desde aquel lugar con el que soñaba a menudo el padre de Shlomo.
El año que viene en Jerusalén...
Cuánto odiaba Shlomo esa frase que todos los años pronunciaba su padre para recordar a la familia que eran forasteros en tierra extraña. Maldita memoria la de los judíos, solía mascullar Shlomo. ¿Por qué no podrían dejar de jugar a ser distintos? ¿No sería ese el origen de todos sus males?
Entre aquel plantel de jóvenes llegados desde Israel se formó una comunidad muy potente. Por las tardes, Aarón, Mila y Susana solían tomar hierba mate en el porche de la casa en la que residían, recordando episodios de la infancia y releyendo las novelas de Amos Oz que les recordaba con nostalgia aquella tierra de la que tanto habían deseado escapar. Hebrón, Ramala, Gaza o Ashdod... aparecían como nombres cargados de connotaciones patéticas, sonidos que les hacían recordar que aún formaban parte de la historia bíblica, que pertenecían a un libro inacabado, lleno de sangre, conquistas y visitas de un dios que se niega a abandonar a un pueblo acostumbrado al dolor, a la conquista y al exilio.
Shlomo tenía un sueño insistente en aquellas cálidas tardes en que el exceso de vino le hacía echar una cabezadita que podía prolongarse hasta bien entrada la tarde. Un pequeño pueblo en medio de una calurosa jornada de verano; el aire ardiente arrastraba las briznas de polvo e inmundicia de aquel lugar perdido en mitad de una pequeña llanura rodeada de colinas. En la soledad de aquel erial, una puerta tamborileaba contra una jamba al compás del viento. Tras la puerta se abría una pequeña vivienda que apestaba. Un hedor nauseabundo salía de aquellas entrañas mezclada con el olor a cerrado típico de las viviendas abandonadas. Sobre un sillón rojizo el recuerdo de una persona que hacía tiempo había dejado de existir. Una estructura ósea reposaba sobre el sillón, con el cráneo recostado hacía la derecha. En esa tétrica faz aún se dibujaba una leve sonrisa atenuada por múltiples imperfecciones en la dentadura. A los pies, un perro emitía un olor insoportable. Tal vez hacía dos o tres días que su cuerpo enjuto se había comenzado a asemejar al de su dueño al que escoltaba desde hacía demasiado tiempo. La fidelidad puede alcanzar niveles terroríficos. Parecía una pintura de El Bosco.
Ese sueño volvía una y otra vez a la mente de Shlomo que había optado por vivir alejado de su familia, de su honrado padre y su amantísima madre que regentaban un pequeño taller de orfebrería de la ciudad porteña.
Pero alguien supo interpretar el recurrente cuadro onírico. Susana Eshkol, de familia judía asquenazí, pensaba que dentro de cada judío había reminiscencias de vidas anteriores. No se trataba de reencarnaciones sino que dentro de cada persona se retenían vivencias de la generación anterior o de momentos de la historia de ese pueblo; tal vez por todo el festín de narraciones pasadas a las que eran sometidos desde pequeños. En casa, su padre solía releer un volumen de cuentos jasídicos de Rabí Rami Shapiro.
Pensaba Susana que aquel sueño debía tener un significado profundo.
Ella venía de una familia de pequeños empresarios del campo. Se había criado en un kibutz cerca de la frontera con Líbano hasta que su padre decidió abandonarlo y montar un negocio propio. Se trasladaron a la Baja Galilea donde se hizo con unos terrenos de regadíos. Su madre había trabajado más de diez años en una comercializadora de fertilizantes en Haifa. La idea de trasladarse a la Baja Galilea no le hizo mucha gracia a una joven acostumbrada a pasar dos días en semana en Haifa, pero sus padres decidieron aventurarse. Susana pensaba que la vida está repleta de pequeñas renuncias que nos llevan a un punto en el que no necesariamente vamos a ser más felices. Por todas estas asociaciones de ideas decidió matricularse un año en psicología, una disciplina que había desarrollado en sus dos años al servicio del Tzahal, el temido y respetado ejército hebreo.
En Mendoza lo único que importaba era convivir entre nómadas del desierto, personas descarriadas, gentes sin rumbo o los deseosos de hallar uno propio. Muchas eran las situaciones personales que había llevado a aquel puñado de chicos judíos a convivir a las faldas de unos montes donde posiblemente se hallaban de manera misteriosa la presencia misma de Dios, ese mismo que adoraron sus antepasados en el Sinaí y al que terminaron haciéndole un templo arrasado en multitud de ocasiones para que ahora un puñado de mosaicos, a la moda del XVIII, se den golpes de cabeza sobre sus ya desgastadas piedras.
Ramat Gan aún quedaba muy lejos en aquellos días en que Shlomo y Susana se conocieron. Él escuchaba pensativo, entre sorbos de mate y algún que otro cigarrillo, las experiencias de aquella joven en el ejército israelí, en los asentamientos de Cisjordania. Fueron meses difíciles para una chica de la Baja Galilea, acostumbrada a la tranquilidad de valle, a pasear entre los regadíos con un libro en la mano. Yoel, su padre, quiso enviarla a estudiar a París, acogiéndose a su doble nacionalidad, pero ella prefirió servir en el ejército. Aquel que huye de esta realidad no forma parte de ella. El servicio militar es la justificación misma de que uno es israelí; no quería ser extranjera en su propia tierra.
Shlomo no entendía cómo la gente joven acataba de buen grado la obligatoriedad de perder dos o tres años de su vida en algo con lo que, en muchos casos, no te identificas en absoluto. Susana le explicaba que muchos de los que se licenciaban terminaban en asociaciones como Peace Now, apelando al entendimiento con los palestinos y criticando duramente el militarismo beligerante de un estado creado al amparo de la ONU y que fue, durante mucho tiempo, la tabla de salvación de los judíos perseguidos en Europa por la barbarie nazi.
Los días transcurrían en aquella comunidad a la que Shlomo había llegado casi por casualidad. El destino, quizás Dios, le tenía reservado aquel capítulo de su vida en que tenía que conocer a Susana. Ella nunca pudo dar explicación a una pesadilla que le asaltaba en mitad de la noche. ¿Dónde estaba tan misterioso pueblo? ¿Por qué no había nadie? ¿A quién pertenecía aquel cadáver? ¿Por qué el perro decidió quedarse a su lado hasta su muerte? ¿Murió por inanición o por pena? Pensó que muchos fueron los místicos que se vieron sorprendidos por aquellas imágenes y que posiblemente no supieron dar una interpretación acertada. ¿Era aquello propio de los judíos? ¿O quizá la necesidad de buscar una explicación a todo?
Días de vino y rosas...y alguna que otra hierba, pero siempre junto a Susana, esa mujer no especialmente bella pero que tenía un atractivo irresistible para Shlomo. Una guerrera en Hebrón, una dulce lectora de libros, una experta en Simone de Beauvoir y Sartre; una dura crítica de Heidegger... Oh, qué relación tan liberal, pero tan fiel la de aquellos dos franceses del 68. Libres para vivir, libres para amar,... Simone fue la persona que terminó los últimos días junto a él, aquel intelectual de ojos de huevo, contestatario, existencialista, y que, tal vez por ello, disfrutaba cuando ella dejaba caer su cabeza suavemente sobre su hombro para mirar por un instante el infinito.
Susana volvió a Israel, a su casa familiar en la Baja Galilea. Shlomo continuó su periplo hasta Santiago de Chile donde se formó como relojero en un taller del centro de la ciudad. Fueron años duros bajo la dictadura de Augusto Pinochet. Pablo Neruda yacía en el pesebre de sus versos, dejando pudrir sus huesos lentamente, en la soledad de Isla Negra. En su estancia en la capital chilena, Shlomo jamás frecuentó sinagoga alguna ni tuvo contacto con el puñado de judíos que vivían en la ciudad dedicados mayoritariamente al negocio de la orfebrería. Incluso comenzó a salir con María Ortiz de Zárate, una chica caprichosa criada y arropada en la burguesía chilena, y que le provocó un sufrimiento tan profundo que unos meses después decidió volver a su Buenos Aires natal. Shlomo no había nacido para terminar sus días con una joven que se regodeaba de sus orígenes nobiliarios y de haber delatado a un puñado de comunistas que terminaron en las prisiones de Pinochet y, tal vez, en alguna fosa perdida en aquel país con forma de filo de navaja.
Por primera vez, Shlomo pensó en su padre, aquel judío porteño, proveniente de una familia de judíos húngaros huidos de la persecución nazi y de sus socios magiares, los nyilas, los cruzflechados de ideología fascista que en poco más de tres meses vaciaron las calles de Budapest de indeseables judíos mientras los rusos mordían cada centímetro de la capital húngara. Fue una de las peores deportaciones a Auschwitz que se recuerdan. Centenares de vagones cargados con carne humana directa al matadero. Como corderos... sí como auténticos corderos mientras apenas un par de años antes los heroicos habitantes del guetto de Varsovia se enfrentaron al descomunal poder de Hitler, haciendo frente a tan aguerrido adversario. Pero son dos formas de entender la vida en dos contextos muy distintos... resistencia en medio de la miseria frente a la fe y la esperanza en un contexto burgués y acomodado.
Finalmente el padre de Shlomo, siendo un niño, logró salir con un pasaporte colectivo falso expedido a nombre de una tal familia Pérez Balmaseda de la que desconocían por completo su existencia. Se trataba de una posible familia sefardí, tal vez deportada ya a Auschwitz, pero gracias a la cual otra familia de origen judío asquenazí logró salvar su pellejo. Historia de la vida misma; casualidades y destinos que marcan la diferencia entre la vida y la muerte. La familia terminó en Suiza y de ahí pasó a España. Al poco tiempo, y dadas las condiciones extremas del país de acogida, decidieron continuar camino hacia Sudamérica, llegando a Buenos Aires aquella mañana de diciembre de 1944, cuando aún quedaban varios meses para que terminase la guerra. Allí la familia de Shlomo decidió adoptar los apellidos Pérez Balmaseda, pues habían vuelto a nacer. Quizá era una manera de rendir homenaje a aquellas vidas truncadas por la barbarie.
Una parte de la familia de Shlomo había huido de su casa de Budapest mucho antes de que los rusos se pegaran a los pies del Danubio para avanzar en su conquista de Europa. La situación política no era muy buena. El gobierno de Horthy había vendido carne humana a las bestias nazis en una evidente política de agresión hacia los judíos. Aun así, Budapest era una urbe en la que habitaban varios centenares de miles de hijos de Israel. Fue una de las sedes del Imperio Austrohúngaro y quizá por eso contaba con una población hebrea muy numerosa dado que esta prefería vivir en las ciudades. Allí llegaron desde tratantes de ganado rumanos a pequeños artesanos ucranianos, todos ellos de etnia judía. La situación de aquellos territorios no debía de ser mucho mejor.
Por eso, los tíos maternos de Shlomo huyeron en 1941 a través de los Balcanes. Pudieron subir a un barco en Bari y continuar camino a través de Sicilia, Malta y el estrecho de Gibraltar, rumbo a América. Ellos también acabaron en la costa atlántica solo que a varios miles de kilómetros, concretamente en Recife.
Tras la experiencia de exiliado a través del cono sur, después de haber vivido en Mendoza y en Santiago de Chile, Shlomo decide volver a casa de sus padres y formarse como orfebre hasta que decidió hacer su viaje hacia Israel. Su padre había muerto tres años antes después de una larga enfermedad viendo truncado el sueño de terminar su vida a los pies del Muro de los Lamentos, el Kotel, con el que tanto había soñado. "Un solo día en las calles de la Ciudad Santa valen más que mil días en la ciudad más bella del mundo", solía decir muchas veces mientras tomaba un poco de vino con un platito de aceitunas traídas de España. Siempre había tenido un aire nostálgico a pesar del humor del que hacía gala con sus más íntimos allegados.
La llegada de Shlomo Pérez a Tel Aviv en aquella tarde de julio estuvo plagada de sentimientos encontrados. Las horas de vuelo con El Al se hicieron eternas aunque la tripulación se mostró en todo momento amable con el peculiar viajero que se empeñó en comprar en el Dutti Free tres botellas de vino tinto para mitigar su enfermizo miedo a volar. ¿Será este el último viaje de mi vida? Esta pregunta no surgió en pleno vuelo fruto quizá del miedo patente a los aviones o, más bien, a la muerte. El interrogante se abrió a su llegada al aeropuerto de Ben Gurion. Shlomo había imaginado un recibimiento distinto. Decenas de negocios plagaban la zona aeroportuaria; pálidos judíos ultraortodoxos llegados de Rusia se cruzaban con morenos jovenzuelos parloteando en un hebreo irreconocible cuyo único signo distintivo de su judaísmo eran la kipás que protegían sus cabezas. La imagen de un aeropuerto rodeado de kibbutzim sembrados de naranjos y de filas de braceros judíos haciendo del cultivo de la tierra su modo de vida se evaporó instantáneamente. Había leído muchos libros de Amos Oz. El aeropuerto podría estar en Londres, Toronto o Buenos Aires,... Nada hacía indicar que estuviese en territorio israelí salvo por una decena de carteles en hebreo. Uno de ellos anunciaba los Juegos Macabeos...¡Qué exótico sonaba todo eso!
Pero sí, Shlomo había llegado a Israel no tanto para encontrar unas raíces que se habían secado en algún momento de la historia, tal vez cuando escuchó por primera vez cómo el Dios que les tomó como Pueblo Elegido les entregó sin dudarlo a las garras del verdugo nazi, o cómo su padre renunció a su apellido hebreo tomando otro gentil o cómo la vida religiosa de su barrio porteño desapareció cuando apenas quedaban cinco hombres varones en el vecindario. El "minian" exigía diez hombres para crear una comunidad religiosa. Algo, sin duda, se estaba extinguiendo.
Aún quedaba un sherut, uno de aquellos taxis colectivos a la salida del aeropuerto. Shlomo negoció el precio con el taxista. Por el camino se enteró de que su familia procedía de Lod antes de que esta fuera ocupada por los judíos. Por un instante, pensó que había quedado atrapado entre las garras de un carroñero yihadista dispuesto a zampárselo en alguna escombrera a las afueras de Nablús. No tardó en descubrir que Nassir era un honrado trabajador palestino con nacionalidad israelí y que una de sus primas pertenecía a la knesset, el parlamento nacional, desde hacía un par de años.
A medio camino, entre el aeropuerto y Tel Aviv, Shlomo recordó la imagen de Susana. Hacía un par de años que no recibía ninguna postal desde Nain, una aldea sobre una pequeña meseta en el valle de Jezreel. Una bella imagen entre flores y bloques de hormigón. Me comentó que estaba trabajando en un pequeño negocio de marroquinería local en el centro comercial de Ha Irusim street, en el asentamiento de Ahuzat Barak. Tal vez debería ir a visitarla, pensó.
Begbie era el nombre del negocio que frecuentaba Susana Levi después de su trabajo. Una parada para tomar una copa antes de seguir rumbo a casa en las afueras de Tel Aviv. Hacía poco más de tres meses que había dejado su trabajo de guía turístico en Jaffo. Allí sirvió en el ejército cuando no estaba destinada a algún asentamiento de Hebrón. Conocía bien la ciudad de pescadores, sus rincones, sus historias antes y después de la colonización judía o de la Naqba como llamaban los palestinos a aquella expulsión masiva tras la guerra de la independencia judía. Gran parte del negocio turístico estaba en manos de las agencias. Pocos eran los curiosos que contactaban con ella para ver algún rincón de tan bella ciudad. Susana les regalaba una experiencia única, muy distinta a aquellos tours acelerados que ofrecían las agencias israelíes o los afanados franciscanos, ocupados en mostrar cada una de las reliquias de aquella tierra que un día pisó Jesús, el Galileo. Cada día terminaba con una puesta de sol sobre la arena de la playa, después de haber entrado en casa de algún antiguo pescador o de haber degustado un té en uno de los pequeños negocios que regentaban las familias palestinas que debían ganarse la vida en una ciudad que les deparaba un presente y un futuro poco halagüeño.
La chica que un día decidió marcharse a Argentina y que vivió en una comuna en Mendoza recibió como una bofetada su regreso a Israel. Allí la esperaba una familia inmiscuida en su negocio familiar. Unas cuantas visitas a Haifa durante el año, un par de días al mes en Jerusalén, en casa de una amiga, y una semana de vacaciones en Tel Aviv ya que Eilat, donde veraneaban sus mejores amigos, quedaba demasiado lejos. Susana había estudiado psicología con la esperanza de ejercer en un país necesitado de estabilidad emocional. Soñaba con tener su propio despacho en Tel Aviv y bajar a la playa todas las tardes después de una dura jornada. Nunca se le ofreció la oportunidad y la familia no quería invertir en un negocio al que no veían futuro. Era preferible seguir dejándose los shekels en las infraestructuras de los regadíos con los que la familia contaba en Nain.
Finalmente optó por marcharse a Tel Aviv y sobrevivir contando historias y ofreciendo experiencias a turistas despistados. En Nain había dejado a Amos, un joven de su edad con el que había tenido un efímero romance. Él pretendía seguir viviendo del campo como gran parte de las familias de la aldea, pero Susana pensaba en vivir en la ciudad. Aquella noche en Tel Aviv su vida dio un giro al comenzar a salir con Josef, un joven jordano cuya familia había huido en la guerra de los Seis Días hacia Amman y había logrado prosperar con un negocio de electrodomésticos. Su padre había decidido que volviera a Jaffo, de donde procedía su familia, y desde allí se desplazaba todos los días a la Universidad de Bar Ilán en Tel Aviv.
Es una cuestión de orgullo. Vivo donde lo hicieron mis abuelos, donde se criaron mis padres antes de la Naqba. Vosotros, los israelíes, nos arrancasteis de nuestros hogares. Sí, ganasteis una guerra, pero eso no da derecho a borrar del mapa cualquier atisbo de memoria palestina.
Hacía calor, mucho calor, aquella tarde de julio junto a la universidad de Bar Ilán. Fue allí donde Shlomo Pérez había quedado con Susana Levi, aquella joven israelí con la que un día compartió sueños, inquietudes y alguna que otra sesión de psicología en un lugar perdido, pegado a los Andes. Susana no era especialmente guapa, pero tenía un atractivo que la hacía única. Y eso era lo que quería volver a ver en ella. No sabía si estaba saliendo con algún chico o si, por el contrario, estaba disponible. Solo esperaba ver a una joven israelí que un día conoció al otro lado del mundo y que, en parte, era la razón de que estuviese allí en ese momento.
Susana no tenía móvil o eso al menos le habían dicho al otro lado del teléfono en aquel pueblecito del valle de Jezreel donde aún vivía su familia. Pero sí le habían dado un número para localizarla en Tel Aviv. Shlomo recordaba con emoción cuando al otro lado de la línea oyó aquella voz que un día pensó que jamás volvería a escuchar. Esa conversación telefónica hizo que ambos se encontraran en aquel parque de Tel Aviv, a escasos metros de la universidad.
Un porteño buscando el desierto de Judea... Qué exótico -espetó Susana mientras le daba un fuerte abrazo.
Shlomo se quedó sin palabras al contemplar aquella chica llena de rastas y con una delgadez que a él le parecía enfermiza.
Mi bella judía... Cómo te extrañé todo este tiempo.
Nuestras vidas se bifurcaron aquel día en que dejamos la casa de Mendoza. Aún recuerdo tu enfado con Aarón, aquel chico al que nunca aguantaste. Es cierto que era un vanidoso, presumido, que fue a Argentina para desquitarse de tres años en un ejército al que odiaba, pero al que estaba llamado a servir para optar a una beca de Química en la universidad. Tranquilo, amigo, no he vuelto a verle... Tal vez emigró a los Estados Unidos. Pensaba que Israel era un universo demasiado pequeño para un genio de su categoría.
Nunca me importó demasiado saber de él. Es más, de aquella experiencia solo mantengo tu recuerdo.
¡Qué hermoso! Siempre tuviste esa inocencia de niño.
Sí, pero de un niño rebelde que huyó de unos padres severos.
Era otra generación; la de los que llegaban a los puertos con una carga emocional y unas heridas abiertas difíciles de cerrar.
Cómo se nota que eres psicóloga.
Sí, al final me gradué pero no conseguí empleo. Trabajé como guía de turismo en Jaffa.
Bueno, pero antes regresaste a tu casa... a casa de tus padres...
En cierto modo, me pasó como a ti. No soporto ese tipo de vida ni esa sociedad tan rural. Mi padre no es especialmente religioso, solo observamos el Sabbat como una tradición familiar... Poco más. Pero es un hombre muy apegado a la tierra, un sionista de la vieja escuela, un hombre de azada preocupado por los regadíos, por los frutales, por el devenir de las cosechas... En la vida no hay otra cosa que la tierra y hay que amarla y defenderla. Siempre se sintió laborista pero votaba al Likud porque pensaba que era la garantía de que en Israel no se iba a entregar ni un palmo de tierra. En fin... no le aguantaba y nunca hubiese soportado que saliera con un chico jordano con raíces palestinas.
Ciertamente vivís en un universo muy peculiar. Es como un pequeño pueblo donde se impone un modo de vida y quien se sale del sendero está acabado.
Sí, vivimos en un país donde además no es fácil huir. Tel Aviv es la ciudad. En Jerusalén proliferan los extremistas religiosos, es como una gran sinagoga y un parque temático para las grandes peregrinaciones del mundo. Y Haifa es una gran ciudad pero llena de campesinos y kibbutznikim buscando fertilizantes y semillas para sus negocios.
Yo solo había venido para aprender más sobre el negocio de los diamantes. Ya sabes que mi familia se dedica a la talla de estas joyas tan exclusivas.
Tendrías que haberte ido a Nueva York. Allí se puede ser plenamente judío sin necesidad de estar penando y preocupado de cuándo caerá el próximo cohete de Hamas o de Hezbollah. Además, estamos hartos de que los medios internacionales nos tachen de genocidas. En realidad, yo no estoy de acuerdo con la ocupación, pero sí con un territorio en el que la identidad de ser judía sea compatible con la vida.
¿Y dices que tienes un novio palestino?
Sí, es bastante crítico con la situación de su pueblo en Cisjordania y en Gaza, aunque terminó por aceptar la nacionalidad israelí. En realidad a él solo le preocupa vivir allí donde lo hizo su familia. Miles y miles de palestinos se vieron desplazados a partir de la guerra del 48. En realidad la guerra entre ambas facciones, entre 1936 y 1939, había marcado el cruel destino de ambos pueblos. Luego hubo una sucesión de ataques terroristas mutuos y la creación de un estado hebreo que respondía a las necesidades de una comunidad devastada en Europa balo el poder nazi.
¿Pero él no es un activista contra Israel?
No exactamente. Si no, ¿qué iba hacer con una sionista? Hay muchas chicas palestinas deambulando por la ciudad vieja de Jerusalén. Quizá a él no le gusta ese estilo de vida que marca el islam y se considera más cercano al cosmopolitismo de la sociedad israelí.
¿Eres feliz con él?
Sí, por el momento. Eso no quiere decir que esté toda la vida a su lado. De hecho, tengo pensamientos de volar más lejos. Quizá a Nepal o a Mianmar. Necesito salir de este terruño y de un ambiente marcado por una vida apegada a la tierra, en la que los conflictos están a la orden del día y la política del gobierno no hace sino alimentarla con nuevos asentamientos de judíos procedentes de Francia y de Estados Unidos.
Sí, pero es nuestra tierra. Nuestros ancestros recorrieron mucho mundo para no perder sus esencias. Hubiese sido muy fácil convertirse como lo hicieron miles de judíos a lo largo de las razzias, pogromos y persecuciones que se desencadenaron desde la destrucción del templo por Tito.
¿Tu tierra? Vamos, Shlomo. Tu familia proviene de Europa, como me dijiste, y por un golpe de suerte terminó en Sudamérica... ¿Qué tiene esto de especial para ti?
Es el origen, es la raíz de nuestra cultura. ¿Tú no lo ves así?
La conversación dio mucho de sí pero Susanna terminó desapareciendo con su novio palestino. Shlomo Perez había llegado a Israel para contactar con sus raíces, para cumplir el viejo sueño de su padre que no pudo llevar a cabo y, tal vez, para hacerse un prestigioso tallador de diamantes.
Era posible que no estuviese en el lugar más bello del mundo, ni en el más seguro, pero las luces tenues del cochambroso barrio de Mea Shearim le transportaron a aquella tierra que habitaban sus abuelos en Europa. Una zona especial para los judíos asquenazíes de origen húngaro en la que los turistas no parecen bienvenidos. Muchos son los fogonazos de las cámaras de fotos y los móviles que aprovechan cualquier descuido de los hassidim para inmortalizarlos como en una estampa de entreguerras. Ellos se sentían como aves extrañas que van dando ágiles zancadas envueltos en su negro plumaje. Muchos de ellos portaban un sombrero negro de fieltro y otros una especie de tocado ruso que les cubría la cabeza. Todos parecían iguales, con aquel ritmo frenético; se cruzaban, se saludaban levemente, media reverencia, portando bolsas de plástico con letras en hebreo, paraguas oscuros, carritos de bebés,... Alguno se asomaba desde su negocio para ver la calle y observar si algún extraño se acercaba para hacer el ademán de cerrar el local, como animales asustadizos que quieren volver lo más rápidamente a su guarida.
Comenzaban a caer unas cuantas gotas sobre el asfalto. Al volver la esquina, un periódico pegado a la pared exhibía en caracteres hebreos las últimas noticias de la semana. Posiblemente había fallecido algún rabino o se convocaba una reunión para decidir que hacer con los cientos de turistas maleducados que no paraban de confundir Mea Shearim con un zoo.
Shlomo Pérez se perdió por las calles de una Jerusalén que comenzaba a mojarse. Él había venido a por su diamante; quizá era Susanna, quizá el mismo Jerusalén. En el ambiente se aspiraban olores que le resultaban familiares. En un negocio familiar cocían el pan de pita, desde un pequeño restaurante emanaban aromas a humus y falafel, y algunas familias ya compraban los alimentos para el Sabbat. Apenas quedaban dos días. Un joven bajaba la cabeza mojada ante la intensidad de la lluvia. El leve chisporroteo se había convertido en una lluvia torrencial que apenas duró tres minutos. La gente se resguardaba con sus paraguas, sus maletines o sus periódicos ya leídos de la jornada. Una chica que portaba una mochila de la Universidad Hebrea pisó un charco y mojó los bajos del pantalón de Shlomo. Solo se atrevió a sonreír. Se la imaginaba bella, pese a que nunca supo como era su rostro. Era una especie de Ruth salida de la Biblia huyendo del enemigo. Siempre debe haber alguien que no nos quiere para que la vida tenga algo de salsa -pensó Shlomo.
El encuentro con Susanna había sido efímero. Tal vez en unos meses estaría en Katmandú o emprendiera un viaje por el mundo. Algunos jóvenes israelíes terminan con secuelas a su paso por el ejército. Susanna había encarnado el sueño de Shlomo hecho realidad de volver a las raíces. Tal vez era el momento de buscar a la joven que corría y que pisaba charcos, sí aquella que portaba la mochila de la Universidad Hebrea. Pero solo pudo ver su cabello. Era negro y estaba empapado. Quizá no le gustaba pasear bajo la lluvia o alguien la esperaba más allá con la puerta del copiloto abierta. ¿Su padre? ¿Su novio? Shlomo era feliz. Sintió la emoción de ver a la gente correr. Las gotas de lluvia habían causado el mismo efecto que una alarma antiaérea avisando de un bombardeo enemigo.
Los diamantes estarían esperando al amanecer. Había llegado el gran día de concebir un futuro sin hipotecas. Shlomo creyó que se lo debía a sus padres y a toda una historia familiar que se remontaba a los tiempos más remotos. Con su viaje a Israel había cerrado el círculo. No estaba a gusto entre aquellas calles de Mea Shearim, ni contemplando un muro infranqueable que aislaba cruelmente a la población palestina, tampoco quería vivir en un estado perpetuo de alarma, ni ser el blanco de las críticas de los medios de comunicación por el hecho de ser judío. Ante su mirada pasaron los vagones hacia Auschwitz, su familia huyendo con pasaportes falsos, la vida de sus padres en una Argentina devastada por una política destinada al despilfarro y al crack crónico. Se acordó de su experiencia en Mendoza. Y de su pasión por Susanna. Pero ella prefirió irse a vivir la vida con su novio palestino en el confiaba plenamente. Eran distintos pero algo les unía. Suele pasar cuando uno lleva unos días viviendo en esa tierra. Hay algo que te ata y que te hace identificarte con el entorno. ¿Será el síndrome de Jerusalén? Ante todo, Shlomo tenía toda una vida por delante. Sonó el pitido de una ambulancia y Shlomo pegó una encogida. Tal vez se estuviese preparando para un ataque de los palestinos gazatíes. En los siguientes días tampoco hubo alarmas antiaéreas. Era cuestión de acostumbrarse. Delante de sus narices pasaban todos los días muchas de las hermosas piedras que luego se venderían en las tiendas de la Quinta Avenida de Nueva York. Pensó en la posibilidad de haber terminado en la ciudad del Hudson. Pero ya era tarde. Se había instalado en Rehavia, un barrio residencial de Jerusalén, y vivía muy bien. El oficio de tallar diamantes le hacía feliz, igual que los paseos por la ciudad, sobre todo cuando llovía y una hermosa joven le empapaba los bajos del pantalón. Algún día, una de ellas pediría disculpas y comenzaría algo entre ellos, tal vez cuando el amor por la ciudad se fuese disipando en el humo de la rutina y los periódicos dejaran de relatar luctuosos comentarios acerca de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York. Por un golpe del destino, podría haber terminado allí, bajo una nube de polvo y partículas cancerígenas. Pero estaba en otro lugar del mundo, y, de vez en cuando, solo de vez en cuando, hacía una escapada a Tel Aviv para aspirar el olor a salitre del mar. Cerraba los ojos, mientras se transportaba a Buenos Aires. Recordaba a su familia. Respiraba hondo y seguía caminando por la orilla. Eso le hacía sentirse parte del mundo y le confirmaba cuál era su lugar en un universo mucho más vasto y espectacular que las cimas del Himalaya por las que Susanna pensaba perderse de un momento a otro. Es posible que buscara su lugar en el mundo. Suele suceder cuando uno sale de su tierra, pero solo de vez en cuando.