Ruidos

10.04.2021

Juan A. Flores Romero

Hace veinte años escribí una colección de poemas titulado "Ruidos". Apenas sobrepasaba los veinticinco años y acababa de salir de una adolescencia y una época intensa de estudios con muchos vaivenes emocionales. Las leyes se me atragantaron por no imaginarme viviendo en ese mundo que criticaba Lorca en La aurora de Nueva York. Un universo de ruidos y cadenas. Poco había leído en ese momento sobre el ingente poeta granadino. Pero, ¿acaso importa? Luego lo hice, en parte animado por mi empleo como profesor de Lengua y Literatura, una ocupación que me ha llevado veinte años de mi vida. Hoy el ruido si cabe es más intenso que antes. No podemos conectar el televisor sin escuchar las mismas letanías, idénticas consignas, un lodazal de información que poco sirve para formar una conciencia crítica sino para ideologizar a todo aquel que se atreve a sucumbir en tan macabro universo. Como estoy un tanto ocupado con los temas de la mente puedo fantasear un poco. Acabo de leer una biografía de Marc Chagall. Lo he hecho porque la pintura me relaja y una buena biografía de un pintor no puede publicarse sin una panoplia de imágenes ilustrativas. Ahora observo la Torre Eiffel sobre una explosión de flores y dos rostros orantes. Se intuye la noche, pues el fondo es azul oscuro. Cómo me gustan esas tonalidades. Abajo, en el vértice derecho del cuadro, un ojo sobresale y nos observa igual que el de los billetes de un dólar sobre la pirámide inacabada y que muchos han relacionado con los illuminati por eso de hacer demasiado caso a los medios que diariamente nos llenan nuestras cabezas de ruido.

Estoy sentado y me apetece escribir. Lo hago solo por eso. No espero que me lea nadie. Es un acto de puro onanismo, de autoconfesión. Me preocupa este mundo que estamos creando, con sus prisas, con sus compras on line, con su impersonalidad y sus pensamientos líquidos, tomando la terminología de Z. Bauman. Ayer mismo me llamó un robot para animarme a cambiar de compañía telefónica. Me parece horrible. ¿Dónde quedan los actos de humanidad? ¿Dónde la presencia del otro? El consumo se ha apoderado de nuestra vida cotidiana. Las prisas nos aprietan allí por donde vamos. Todos queremos tener un Einstein, un Bach y un Cervantes en casa impregnando la habitación de un fétido olor a calzado sudado ya que, ante todo, preferiríamos que nuestro vástago fuese un jugador de élite que se dejase la piel en el campo. Deseamos, pues, que nuestros vástagos destaquen en el deporte y se nos olvida la idea de esa sana competitividad amistosa que disfrutábamos nosotros a la salida del colegio. Pero entendemos la vida como un club selecto de buenos contra malos, marcado por un dualismo y por un molde impuesto por una nueva moral de lo políticamente correcto, de lo estéticamente adecuado y de lo socialmente aceptado. En nuestro camino, conocemos a mucha gente que compartirá momentos inolvidables que luego la vida se encargará de asfixiar con su elixir de amnesia. Las aceras sirven para eso. Evitamos todo resto de vida que nos incomoda, nos sobra o nos es indiferente. El mendigo se ha convertido en un invisible. Seguro que si escribieran en un cartel "Ofrezco coche y chalet adosado" escrito con un rotulador en un viejo trozo de cartón nadie se percataría. Nuestra mente es demasiado altiva y nuestros ojos reflejan un mundo feliz de consumo y facilidades por lo que dedicamos gran parte del día a soñar con lo que vamos a pedir por Amazon.

El ruido nos embriaga. El vino es un buen sustituto y quizá más saludable para alimentar nuestro dolor de cabeza. Al menos nos permite seguir con la mirada el rítmico vuelo de una mariposa o el caprichoso aleteo del abejorro en primavera y en los albores de un otoño cálido.

El ruido nos parte el alma. Una mañana el ruido me estalló en la cabeza y me hizo abandonar el mundo en el que estaba instalado. Mi mente se abrió a una realidad a la que no estamos acostumbrados. El hacer, hacer, hacer,... se comenzó a disolver en el vivir, vivir, vivir,... pero para ello es preciso pasar primero por un estadio intermedio: la búsqueda de lo que perdí por el camino o de lo que, en realidad, yace sumergido en el fondo del océano de la mente.

No me considero una persona especialmente sensible, aunque soy un ferviente amante del arte y la literatura. Creo en los valores que transmite la vida. Creo que la ley no es nada si no pasa por el check point del corazón. Respeto a aquellos que han preservado tradiciones familiares por los siglos de los siglos, aquellos que callaron para preservar su autenticidad. Porque la vida no se concibe como una aduana en la que hay que declarar toda la mercancía que llevamos dentro. Yo soy feliz compartiendo mi vida con mis seres amados e intentando conocer y sentir ese mundo del que formamos parte desde hace millones de años y que se nos escapa. ¡Qué ridícula es nuestra vida comparada con la inmensidad de un universo en continua transformación! Somos herederos de lo que nos ha tocado vivir y tenemos el deber de vivir con autenticidad.

Ruidos y más ruidos. Envolvemos nuestra existencia como un regalo con la celulosa de un mar de decibelios. Aplaudimos al que más grita, al que más gesticula, al más vehemente,... Consideramos que es más creíble el más apasionado. En cambio, no nos percatamos de las pequeñas llamas de luz, de los candorosos susurros de las aguas mansas de las personas que van transformando el mundo con su callada cotidianeidad.

Me pongo en manos de la música y de la frase acertada. Me entrego al conocimiento y a la vivencia amorosa con la gente que entiende la vida como una búsqueda. Me rebelo contra el ruido y esa revolución futurista como la que soñó Marinetti en su delirio de posguerra. La velocidad nos lleva a no apreciar con toda su intensidad el paisaje de la vida, el color de las almas, el aroma del café mezclada con la piel y la lágrima del amigo; el ruido nos ahoga en ese mar embravecido del convencionalismo, del pensamiento hueco, de la tumba vacía, de la ciudad convertida en danza de neutrones y protones.

Ruidos y más ruidos. Bájate de ese ritmo. Cógeme de la mano e invítame a contemplar la vida con toda su majestuosidad, pues desde la piel húmeda y pútrida del túnel se puede intuir un rayo de luz que penetra rompiendo todos los ruidos entre las vísceras infestas de la oscura incertidumbre.

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