Tardes de tormenta
Juan A. Flores Romero
En esas tardes grises de primavera, mi mente se evade a ese lugar cercano pero ausente, paralelo a las vías del tren, en el que crujen los árboles misteriosamente mientras esperan la noche que cae irremediablemente sobre un suelo mojado e inmaculado, limpio de las pisadas de una humanidad confinada en el secreto de sus moradas. Allí husmea tranquilamente el corzo solitario que ha bajado de las colinas, intentando relamer una sustancia pegajosa del suelo. Tres gatos galopan en medio de un estruendo desgarrador de latas persiguiendo no se sabe qué. A los humanos nos resulta absurdo este comportamiento animal. Debe ser que la locura es el gen que nos falta, algo que sobradamente está presente en el mundo animal y no en nuestros ojos compasivos de amo. El comportamiento de los seres cuadrúpedos nos resulta demasiado ajeno, curioso, a veces, irritante. Intentamos concebirles como una anomalía de la naturaleza; seres desprovistos de inteligencia, de potencial creativo, mientras nosotros, los amos de la creación, hemos creado un mundo al que dominamos. Por eso ese mismo mundo nos envía ahora a nuestras casas. Quizá pensamos que somos los dueños absolutos de todo y que el trigo crece por nuestra voluntad. Jamás vi las espigas tan altas que cuando, por unas semanas, dejamos de contaminar y de ensuciar con nuestra presencia esos bellos espacios que nos deben rendir pleitesía.
Los gatos vuelven a pasar frente a las vías; ahora son dos. Otro se ha quedado encaramado sobre un contenedor de basura repleto de bolsas mojadas por la lluvia. No ha pasado nada. Quizá los humanos interpretaríamos que aquel maratón gatuno bien podría ser un ajuste de cuentas; pero no. Al tercer gato en discordia se le ve feliz, abriendo con sus pequeñas fauces una bolsa de plástico, guardando un reverente equilibrio de funambulista sobre el borde del contenedor y apuntando al cielo con su rabo enhiesto, como avisando a las gotas de lluvia fugitivas con quien se la estaban jugando.
Cuando el gato se cansa de hurgar entre su preciado botín de excrementos humanos, da un salto y se precipita al suelo. Llueve mansamente, pero al felino no le sienta bien esa danza de gotas estampándose sobre el suelo. Mira al cielo de soslayo, con gesto altivo, como todos los gatos, e ignora a un aterrado humano que calza botas de plástico y va cubierto con un gorro. Su rostro está oculto tras una mascarilla; tiene miedo quizá a ser agredido por los gatos o, al menos, eso pensó aquella pequeña bola de pelo con un rabo enhiesto cuando le lanzó una mirada al humano como queriendo perdonarle la vida.