Thoreau. El laberinto de los árboles.

05.08.2020


"El hombre se tortura durante toda su vida,

nunca tiene lo que necesita ni, menos aún,

lo que desea".

                           Ivo Andric. Un puente sobre el Drina.

"Una de las horas más lúcidas y sabias que tiene el hombre es justo después de despertarse por la mañana".

                           Bartleby el escribiente. Herman Melville.

"Los héroes y poetas, como Memnón, son hijos de la aurora".

                           H.D. Thoreau. Walden.


Juan A. Flores Romero


La mañana está llena de misterios mientras las primeras aves cruzan el cielo con destellos negros disputando en belleza con los reflejos amarillentos de un campo de trigo. El día rompe los últimos vínculos con la noche y el firmamento guarda sus misterios para la siguiente caída del sol. Y así, eternamente, mientras nos desplazamos a través del cosmos, como viajeros, saboreando el frugal misterio del cambio de luz en un mundo demasiado ocupado en mirarse el reloj. La sociedad industrial trajo, sin duda, el deseo de muchos de volver a las raíces, a la naturaleza, estar menos pendiente de la maquinaria, de la velocidad, del ruido. Así lo vivió Henry David Thoreau, perteneciente a la burguesía americana. Un negocio familiar de lápices, una formación académica en Concord, una vida de eterna huida a las fuentes de la vida. Thoreau provenía de una familia de exiliados franceses que se había hecho un hueco en el creciente mundo industrial de la América independizada de los colonos británicos. Un lugar para la libertad en los que el autor encontró continuas cadenas. "La mayoría de los hombres lleva vidas de tranquila desesperación", había dejado escrito en Walden. Dentro de ese mundo ordenado, Thoureau descubre el caos y la desesperación de vida sin rumbo, ensartadas en instrumentos al servicio del progreso técnico y de la producción. Seres humanos convertidos en autómatas sin un horizonte claro. Y mientras tanto, el mundo dando vueltas, con sus amaneceres, sus atardeceres, su continuo y armónico viaje a través del cosmos.

El autor escogió por un tiempo dedicarse a la vida contemplativa en armonía con la naturaleza y en sintonía con la creación. Las obligaciones estaban convirtiéndolo en un ser cósmico sin apenas tiempo para ser consciente de la existencia como la inmensa mayoría de los hombres, a los que concebía como seres libres de decidir su destino. "Exageramos la importancia del trabajo que hacemos y, sin embargo, ¡cuántas cosas dejamos por hacer!". Esa alienación subyacente en esta idea fue lo que le hizo tener una visión de aquella laguna de Walden que visitó a los cuatro años de edad. Con sus manos, construyó una cabaña y se proveyó de todos los medios necesarios para la subsistencia, siendo consciente de que el hombre es un ser a merced de la naturaleza, de sus caprichos, de sus peligros, pero también de sus bondades en contraste con un mundo demasiado pendiente de seguir las pautas marcadas por la moral social. Eso sucedía en 1845 mientras reflexionaba sobre la triste vida de miles de propietarios que se endeudaban para ver prosperar unos negocios o unas tierras a los que irremediablemente vivirían encadenados. Su crítica a la moda es, de paso, demoledora: "una cabeza de mono en París se pone una gorra de viajero y todos los monos de América hacen lo mismo", en clara referencia a la repetición de pautas marcadas por los cánones de lo socialmente aceptable ante los cuales la mayor parte de la ciudadanía se doblega.

Y así Thoreau vivía pegado a la desnudez más extrema, en puro contacto con el medio en el que hemos nacido para sobrevivir, alabando cada primer rayo de sol, cada fuerza arrebatadora de los amaneceres, pues según los Vedas "toda inteligencia despierta por la mañana". ¿Se refería también a esa arrebatadora fuerza cósmica que le envolvía?

"Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentarme solo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, y para no descubrir, cuando tuviera que morir, que no había vivido".

Esa vida superficial en Nueva Inglaterra impedía al hombre entrar en la esencia de las cosas, vivir justamente con aquello que esclaviza al ser humano y lo transforma en mera herramienta del sistema. La moral y el prejuicio son los ataduras que amarran al hombre alienado, con miedo a la libertad, a despojarse de lo superfluo para enfrentarse a un mundo en el que no faltan los peligros pero que, sin duda, está concebido para aquellos que quieren vivir plenamente como seres libres.

Las ideas de Thoureau toman una nueva forma desde su experiencia en la laguna de Walden. Allí conoció la naturaleza en estado puro, la lucha por la supervivencia, la evidencia de que el hombre es un ser que puede subsistir con lo esencial y que las normas morales no son sino la savia de un sistema montado para que un puñado de individuos prospere mientras a una multitud se la condena a la miseria física e intelectual.

"Solo cuando olvidamos todo lo que hemos aprendido empezamos a saber" (Diarios, 1859).

Un tiempo después de esta experiencia, Thoreau sigue escribiendo sus diarios. En ellos queda patente su preocupación por el saber, por la necesidad de desprenderse de ideas y valores que tan solo atan al hombre y lo convierten en un ser alienado flotando en el espejismo ingrávido de la libertad.

"¿Y a esto lo llamamos la tierra de los libres? ¿Qué significa ser libres del rey Jorge IV y seguir siendo esclavos del prejuicio? ¿De qué sirve la libertad política, si no es como medio para alcanzar la libertad moral?" (Diarios, 1851).

"¡Los hombres hablan de libertad! ¿Cuántos de ellos son libres para pensar? ¿Libres del miedo, de la perturbación, del prejuicio?" (Diarios, 1858).

La libertad siempre está en el menú filosófico-vital de Thoureau, pero no una libertad institucional, un cambio de amo sin experimentar ni un solo alivio de las rozaduras que producen las cadenas. El monumento jurídico que surge tras la Guerra de la Independencia a finales del siglo XVIII no hace sino consolidar el espíritu de pobreza intelectual y ausencia de libertad humanas. El hombre negro sigue siendo tan esclavo en 1776 como en 1863, cuando esa esclavitud intenta abolirse de esa gran nación que estaba creciendo al norte de Río Grande. Pero cien años después, en 1963, aún tenemos conatos de violencia racial, prohibición a los negros de utilizar servicios públicos de los blancos, segregación, violencia policial, persecución, hasta las puertas de 2020 en que la conciencia mundial dijo basta a la brutalidad institucional tras el asesinato de George Floyd a manos de un agente de la ley.

Esa es la libertad que ansía Thoreau, la que libra del miedo, la perturbación y el prejuicio, y no aquella que pone en manos de unos cuantos el destino de una nación para insuflar un falso aire de libertad a aquellos que viven bajo su yugo.

"Las cosas no cambian, cambiamos nosotros"

Es tal vez por esto que necesitamos pasar a la acción. Thoreau lo hizo descontaminándose de un mundo en el que le asfixiaba seguir viviendo, lanzándose a la aventura del frío, el miedo y la soledad; probando sus propios límites pero descubriéndose como persona en lo más profundo de su soledad. No lo hizo para que le siguieran, sino como experiencia personal, para que la revolución tan solo calara en sus huesos. "En el bosque no encontramos respuesta alguna, sino que percibimos solamente un eco enigmático de nuestras preguntas", sentenció el pensador Rudiger Safranski. El bosque es el espacio en el que el hombre se encuentra a sí mismo, igual que hizo el autor que nos ocupa.

Thoreau era demasiado inteligente como para vociferar por las calles, como para entender que la libertad es una cuestión de grupo. Se equivocaban aquellos que apostaban por un giro revolucionario para terminar dejando al individuo a merced de otro sistema. Thoreau no hablaba de la sociedad, sino del hombre, como individuo, necesitado de adaptarse en medio de una jungla para la que no estaba preparado.

"No vine a este mundo para convertirlo en un buen lugar donde vivir, sino para vivir en él, sea bueno o malo" (Desobediencia civil).

El autor de Walden entendía la educación como un proceso agradable de construcción del conocimiento y de la experiencia en la vida en la que el alumno no es un sujeto pasivo sino constructor de su propio yo, desde sus intereses y motivaciones, y no sometido a un molde proveniente de ese mismo sistema político y moral que tanto detestaba y que tanto daño hacía al espíritu humano, un modelo creador de necesidades pero a la vez deseoso de esclavizar al hombre para hacerlo instrumento suyo.

"Yo haría que la educación fuera algo agradable tanto para el profesor como para el alumno(...). Deberíamos tratar de ser condiscípulos del alumno y aprender de él, así como él, si quisiéramos serle de la mayor ayuda posible". (Carta a Orestes Brownson, 1837).

En la obra de Thoreau, en definitiva, encontramos muchas ideas que nos acercan a su mundo, al universo que él creo para sentirse más vivo, más cercano a la naturaleza y más alejado del falso espejismo de una libertad enemiga del individuo y continuadora de patrones que, en otro tiempo, fueron claramente nocivos para el ser humano. La libertad, en palabras de Rudiger Safranski, es la capacidad para empezar de nuevo.


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