Ubi sunt, señor Manrique?

22.08.2019

Juan A. Flores Romero

   Uno de los tópicos más frecuentes en la literatura medieval es el "ubi sunt". Muchos han sido los autores que se han interrogado acerca de aquellos que, como nosotros, un día poblaron el mundo. ¿Dónde están los monarcas, los grandes estrategas, los hombres de letras, los artesanos que vendían sus productos en las plazas y pueblos de Castilla? ¿Dónde fueron a parar aquellos que nos precedieron? ¿Es el tiempo una dimensión inexorable que jamás podremos dominar? Hace unos días escuchaba por la radio que, cuando uno retorna a su lugar de la infancia, nunca vuelve a sus orígenes. Sencillamente porque los recuerdos pertenecen al tiempo y no al espacio. Este último se transforma continuamente y ya no es el mismo que el que recordabas de niño. En cambio, el tiempo, esa dimensión tan desconocida aún para nosotros, es una especie de paraíso perdido en el que quedan atrapados todos los instantes de nuestra vida, nuestros recuerdos, nuestras vivencias, nuestras alegrías y nuestros miedos y que ha dejado retratado para siempre un espacio que ya no existe. Por tanto, el tiempo es único, mientras el espacio ofrece una pluralidad de caras fruto de su continua transformación. Un pueblo puede terminar siendo pasto de las llamas o sumergido bajo las aguas de un pantano. Pero siempre pervivirá el recuerdo que asociamos a una época, a un instante concreto, con unas personas determinadas que solo pertenecen a ese momento en nuestra memoria.


En la literatura, muchos poetas como Jorge Manrique, se interrogaron por aquellos que conocimos y que ya no están con nosotros. Por los que tuvieron una reputación o un poder y por aquellos que pasaron por este mundo sin pena ni gloria. Solo el tiempo les unió y solo la muerte les igualó. Este poeta, que murió en combate con apenas cuarenta años, dedicó parte de su existencia a reflexionar sobre la fugacidad del tiempo, sobre nuestro incierto paso por la tierra, en una época que presentaba sus dificultades. Su padre, don Santiago Rodrigo, murió posiblemente de un tumor que le desfiguró la cara y él mismo, en su condición de soldado, se dejó la vida defendiendo la plaza de Garcimuñoz, en la provincia de Cuenca. En una época en la que se estaba poniendo la semilla de un gran imperio, este poeta del prerrenacimiento dio su último aliento, posiblemente atravesado por una flecha o herido por el filo de una espada en un suelo que había que defender frente a los infieles y los enemigos de la corona. Él apostó por apoyar a Isabel de Castilla frente a Juana la Beltraneja, en esa guerra civil que desangraba los campos de las dos mesetas. Y nunca conoció las mieles del triunfo, ni la entrada en Granada, ni el descubrimiento de un Nuevo Mundo. Su vida quedó apagada como la de miles de soldados, como la de cientos de poetas, que lucharon por sus vidas y cantaron a la muerte, tan presente en aquellos campos heridos por la codicia de unos y los dioses de otros.


Hoy, cientos de tumbas jalonan el camino de la historia; catedrales, iglesias, conventos, palacios,... acogen los huesos, arroparon la podredumbre, de los que un día fueron. De igual manera y en otro tiempo, la tierra borrará nuestra huella en este mundo, en el mismo que nos empeñamos en dejar, como dijo Machado, esas "estelas en la mar". Quizá porque el ser humano es pretencioso y banal, quizá porque no asumimos que el tiempo acoge en su seno a los que nacen y va rechazando poco a poco a los que hace tiempo echaron a rodar por los límites de su estrecho espacio. "Ubi sunt?". Los únicos que fueron conscientes de su finitud fueron los poetas; quizá por ello dejaron su huella en la tierra a través de arte que, según dicen, es lo único que permanece. Pero, ¿acaso sirve eso de algo? Manrique -criado en Segura de la Sierra (Jaén)- comprendió a la perfección que somos ríos que vamos camino del mar y que allí nos fundiremos en las aguas de la muerte, igualándonos con aquellos que fueron un día tan mortales como nosotros. La vida es un soplo, es un parpadeo. En la historia del universo, las edades del hombre van transformándose hasta llegar a la edad madura y a la vejez. La vida, en definitiva, es un pasar finito, un instante en que tomamos consciencia de la existencia, de la vida en sí. Es la oportunidad que nos da Dios de formar parte de su creación, es el escenario del que el hombre se resiste a escapar. Pero Manrique nos recuerda que todo es fugaz y que somos un suspiro entre la vida y la muerte. El "ubi sunt" es un tópico que esconde cierta nostalgia por el pasado, pero también una toma de conciencia sobre aquello que somos, entendiendo que formamos parte de la vida y que algún día alguien recordará a aquellos que aún poblamos este universo que sigue fluyendo. Tal vez deba callarme ya, pues el tiempo es para vivirlo, para discurrir por sus estrechos márgenes. Solo nos queda leer estos versos de Jorge Manrique, que nos hablan de la fugacidad de la vida.

                                 Recuerde el alma dormida
                                 avive el seso y despierte
                                 contemplando
                                 cómo se pasa la vida
                                 cómo se viene la muerte,
                                 tan callando;
                                 cuán presto se va el placer,
                                 cómo, después de acordado,
                                 da dolor;
                                 cómo, a nuestro parecer,
                                 cualquiera tiempo pasado,
                                 fue mejor.


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